Domingo extraño este, que me mantiene inválido, con una rodilla lamentablemente caprichosa, que se queja en cuanto me pongo de pie, así que me muevo de libro a libro, yendo de De Maistre a Michel Foucault.
Leo en Nietzsche, la genealogía y la historia, de Foucault: "La historia también enseña a reírse de las solemnidades del origen… El origen es siempre anterior a la caída, anterior al cuerpo, anterior al mundo y al tiempo: está del lado de los dioses y, al relatarlo, se entona siempre una teogonía. Pero el principio histórico es bajo. No en el sentido moderno de modesto o discreto como el paso de las palomas, sino de irrisorio, irónico, apropiado para desbaratar cualquier engreimiento".
Yo no soy muy devoto de Foucault porque me parece que se queda tan satisfecho de sí mismo mostrando lo obvio, pero le cuesta preguntarse por el sentido terapéutico de lo obvio. De hecho, lo que la historia nos enseña una y otra vez, antes y después de Foucault, es que corres muchos riesgos si te ríes de las solemnidades del origen en público; que, efectivamente, en el origen de las naciones -tal como es relatado retrospectivamente- siempre hay una teogonía… que todo pueblo necesita creer en sí mismo mintiéndose.
Sostenía Ernest Renan en ¿Qué es una nación?: “Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria, éste es el capital sobre el que se asienta una idea nacional”. Foucault es bueno poniendo de manifiesto los límites conceptuales de Renan; pero no parece ser capaz de preguntarse si, a pesar de todo, Renan describe bien la realidad política.