Ustedes ya saben que no todas las hornacinas del Café de Ocata tienen siempre flores frescas. Y seguramente saben también que a Roland Jaccard nunca le falta una gardenia. Pero es que él nunca-tampoco- deja desatendidas mis plegarias.
Por ejemplo:
Los grandes escritores yanquis Douglas Kennedy o James Ellroy, han llegado a un grado de realismo tal que una novela donde una familia no cuente al menos con dos hipocondríacos, un sádico y un anciano senil babeando sobre el peto la considerarían una novela cursi.
Ningún lector tomaría en serio a un escritor que no haya sufrido traumas infantiles, experimentado el libertinaje y la mala suerte, la reclusión en un hospital psiquiátrico, no persiga una ambición patológica -ser el comandante en jefe de las letras americanas, por ejemplo- y no trabaje intensamente. Poco importa el estilo que tenga, primero tiene que dejar claro que ha sido arrastrado por el fango persiguiendo el sueño americano. Teniendo en cuenta esto, entiendo mejor por qué vuelvo a mi querido Henri-Frédéric Amiel que, como Proust, consigue gracias a la magia de su escritura hacerme compartir la meteorología de su alma, la sutileza de sus alteraciones de conciencia, la esencia de su melancolía y el encanto del tiempo perdido.
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A Jaccard le debo el placer de haber leído a Amiel.