Aunque sabía de la existencia de Francisco Sánchez (Tuy, 1551 - Toulouse, 1623), reconozco que nunca me había detenido a leerlo. Debo agradecer a don Marcelino Menéndez Pelayo que me lo haya presentado y, sobre todo, que haya azuzado la intensidad de mi lectura (la filosofía al fin y al cabo es una intensidad) al asegurar que no hay páginas, en todo el siglo XVI, escritas con mayor libertad filosófica que las del Quod nihil scitur de este librepensador gallego.
Juzguen ustedes mismos:
"Innato es en los hombres el deseo de saber, pero a pocos es concedida la ciencia. Y no ha sido en esta parte mi fortuna diversa de la del mayor número de los hombres. Desde mi primera edad fui inclinado a la contemplación de la naturaleza y a inquirir menudamente sus secretos. Y aunque al principio mi espíritu, ávido de saber, solía contentarse con cualquier solución, no se pasó mucho tiempo sin que la saciedad me obligase a arrojar tan indigesto alimento. Comencé entonces a buscar algo que mi mente pudiese comprender con exactitud, y en cuyo conocimiento pudiese reposar, pero no encontré nada que llenase mis deseos. Revolví los libros de los antiguos, interrogué a los doctores presentes: unos me respondieron una cosa; otros, otra; nadie me daba respuesta que verdaderamente me satisficiese [...]. Entonces me encerré dentro de mí mismo y comencé a poner en duda todas las cosas como si nadie me hubiese enseñado nada, y empecé a examinarlas en sí mismas, que es la única manera de saber algo. Me remonté hasta los primeros principios, y cuanto más pensaba, más dudaba; nunca pude adquirir conocimiento perfecto. [...] Volví a acercarme a los maestros y les pregunté por la verdad. ¿Y qué me contestaron? Cada uno de ellos se había construido una ciencia con sus propias imaginaciones [...]. Los infelices los creen, vuelan a coger los libros de Aristóteles, los leen y releen, los aprenden de memoria, y es tenido por más docto el que mejor sabe recitar el texto aristotélico. Si les niegas algo de lo que allí se contiene, te llaman blasfemo; si arguyes en contra, te apellidan sofista. ¿Y qué les vas a hacer? Si quieren vivir eternamente engañados, que vivan en buena hora. No escribo para tales hombres, ni me importa que lean o no lean mis escritos. No faltará entre ellos alguno que, leyéndolos y no entendiéndolos (porque el asno, ¿qué sabe del son de la lira?) querrá herirme con venenoso diente. [...]. Yo me dirijo tan sólo a aquellos que están acostumbrados a no jurar en las palabras de ningún maestro y a examinar las cosas por sí propios, sin más criterio que los sentidos y la razón. [...]. Mi juicio será libre, pero no será irracional. [...]. En la república de las letras, en el tribunal de la verdad, nadie, nadie juzga, nadie tiene imperio, sino la verdad misma. [...]. Y no por eso te prometo la verdad, porque yo la ignoro lo mismo que todos los demás; pero te prometo inquirirla en cuanto yo pueda, para ver si sacándola de las cavernas en que debe estar encerrada, puedes tu perseguirla en campo raso y abierto. Pero tampoco tengas muchas esperanzas de poder alcanzarla nunca, ni menos detenerla; conténtate, como yo, con perseguirla. Este es mi fin; este es mi objeto. [...] No esperéis tampoco de mi un estilo culto y adornado. ¡Ojalá pudiera yo escribir así! Pero entretanto que me pusiera a escoger las palabras y a buscar giros elegantes, la verdad se me escaparía de entre las manos. Si buscas elocuencia, pídesela a Cicerón, que la tenía por oficio; yo, bastante bien habré escrito si escribo la verdad. Eso de las bellas palabras quédese para los poetas, para los cortesanos, para los amantes, para las meretrices, para los rufianes, aduladores, parásitos y otras personas semejantes a éstas y que precian en mucho el bien hablar. Lo que a la ciencia le basta y lo único que en ciencia se requiere, es la propiedad de lenguaje. Tampoco me pidas mucha autoridad ni gran reverencia con los maestros, porque esto más bien sería indicio de ánimo servil e indocto, que de un espíritu libre y amante de la verdad. Yo sólo tengo por guía a la naturaleza. La autoridad manda creer; la razón demuestra; aquélla es más a propósito para la fe, ésta para la Ciencia".
Estas palabras fueron escritas en 1576. Descartes escribió su Discurso del método en 1637.
Don Marcelino, además de jalear "el verbo de la emancipación filosófica proclamado por Francisco Sánchez" (otra muestra de su acendrada carcundia, claro) llama la atención sobre una característica que comparte con Kant: "el tedio de pensar".