Querida -es un decir- anónima:
Me ha mandado usted un largo y reiterativo correo electrónico -por cierto, ¿de dónde ha sacado mi dirección?- para demostrarme que es una persona tan sensible y emocionalmente sagaz que es capaz de ver en mi a un adulto que arrastra el lastre de un niño al que no le dejaron llorar y para recalcarme, por activa, por pasiva y por perifrástica, que la educación emocional es más necesaria para los hombres que para las mujeres porque las mujeres saben llorar y los hombres no.
Ya veo que no le han gustado algunas cosas que he dicho sobre la incontinencia emocional. Pero tampoco tenemos que esperar, si somos emocionalmente adultos, que nos guste todo lo que oimos, ¿no le parece a usted?
Casi casi me hace usted sonreir cuando me cuenta que en sus talleres psicoemocionales enseña a los hombres a llorar. Me he reprimido porque el tema es grave. Si hemos pasado de la risoterapia a la lloroterapia, en este cambio debe esconderse algún enigma epocal que espera a un sabio hermeneuta que desentrañe su significado. No soy yo. Yo soy tan limitado, que a mi, todo esto que usted intenta defender con más vehemencia que argumentos, me parece cursi. Ya sé que usted es sincera e incluso transparente. Precisamente por eso me parece usted perfectamente cursi.
Por otra parte, encuentro en usted un vocabulario emocional muy limitado. Mi experiencia me dice que las personas cultas (que no tienen por qué coincidir con las personas con estudios, como intuyo que es su caso) saben poner nombre a sus emociones, mientras que las personas cursis saben tener emociones que estén a la altura de ciertos lugares comunes y lo hacen con total sinceridad.
En fin, acepto que usted es feliz llorando, pero permítame a mi llorar solamente cuando me siento muy desgraciado, por ejemplo, en algunos entierros. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Ya soy demasiado viejo para cambiar y ponerme a llorar por cualquier cosa para estar a la altura de mi potencial inteligencia emocional!
He dicho