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El café de Ocata
Sigo hablando con más personas interesantes sobre mis espías y sus relaciones. Normalmente me cuentan cosas que ya sé, pero a veces se cuela en la conversación un detalle nuevo que recojo con cuidado, como si fuera un corazón que ha de ser trasplantado. No se puede desperdiciar ningún detalle, porque uno no sabe si se convertirá más adelante en la punta de algo de lo que ir tirando. A veces, y esto es lo más desesperante, me cuentan cosas con la condición de que no se las cuente a nadie. Y yo les digo que sí. Oigo en silencio. Me emociono. Y callo. Para siempre. Normalmente eso que tengo que guardar es lo que todo escritor quisiera escribir para dar verosimilitud e intensidad a su relato, y tiene que ver, claro, con las cosas humanas que los espías comparten con los demás seres humanos. Tengo la playa de Ocata llena de agujeros en los que escarbo para enterrar mis secretos. La estoy convirtiendo en un campo minado, pero a alguien le tengo que decir lo que me callo, para que no me explote en una reacción en cadena.