Día 14 de octubre de 2015. Estoy cenando en Madrid en el Club Matador convocados por el gran Joaquín Zulategui. Los comensales formamos un grupo improbable. Hay entre nosotros una científica colombiana, Gradis Miriam Aparicio, que investiga el uso industrial de la tela de araña; una vietnamita llamada Kim; un torero, Juan José Padilla, y el director de CosmoCaixa, Jorge Wagensberg. No puedo apartar la mirada de los ojos de Kim. Es Kim Phuc, la hermosa mujer en que se ha convertido aquella “niña del napalm” que aparece corriendo desnuda en una famosa fotografía de la guerra del Vietnam que dio la vuelta al mundo. Cuando ha puesto mi mano sobre su antebrazo desnudo, he notado la consistencia de una piel de cartón piedra, como si fuera el exoesqueleto del que está hablando la investigadora colombiana en relación a las arañas. Pero Kim me sonríe mientras me cuenta que vio la foto cuando estaba en el hospital y que su primera reacción fue de ira y de vergüenza, pero no por la guerra, porque ella no sabía nada de la guerra, sino por verse desnuda y enterarse de que todo el mundo la había visto así, sin ropa. Tenía 9 años. “Hasta aquel momento la herida más seria que había tenido fue en la rodilla, un día que me caí de la bici”. Los mayores sabían que habría un bombardeo y se refugiaron todos en un templo, buscando el cobijo del cielo contra los aviones que se acercaba. “Hacían mucho ruido”. Comenzaron a caer bombas dejando una nube de fuego que se iba acercando peligrosamente al templo. Los mayores ordenaron a los niños que se salieran de allí y Kim comenzó a correr por una carretera, junto a sus primos. No oyó nada. Sólo sintió un fuerte olor a gasolina y los gritos de sus primos a su espalda. “¡Kim, Kim!, me gritaban, porque mi ropa estaba ardiendo y mi piel también estaba ardiendo con el fuego”. Era el 8 de junio de 1972. “Mi piel estaba ardiendo. Vi fuego en mi cuerpo”. Los que vieron el bombardeo de lejos creyeron, al contemplar las inmensas llamaradas que no podían quedar supervivientes. Pero de repente las siluetas de varias figuras humanas fueron tomando forma entre las llamas y salieron corriendo y llorando varios niños. “Ese día cambió mi vida para siempre”. Pero lo que más me conmueve de todo lo que me cuenta Kim no es esto, sino sus esfuerzos para dejar atrás a la niña de la foto y afirmarse como una persona. A ella de lo que le gustaría hablarme es de su hijo Tomás, que se casó en agosto. Pero yo no le pregunto por Tomás, sino por ella. Tras la guerra fue a Cuba a estudiar medicina y allí se casó con un joven que había pertenecido al Vietcong. De viaje de novios fueron a Moscú y a su regreso, el 15 de octubre de 1992, aprovechando una escala en Toronto, pidieron refugio político en Canadá. Al llegar al hotel, con las imágenes frescas de la cena. Cuelgo en Facebook la imagen de la “Niña del Nepalm”. Como era de esperar, recibo muchos comentarios. Uno de ellos es de Manuel Periáñez, el hijo de Marina Ginestà. Dos días después, el 16, regresando en el AVE a Barcelona, recibo un correo electrónico de Manuel Periáñez. “¡Ya me enteré por Facebook que cenaste con un icono histórico! Siempre me impresionó aquella foto, como a todos supongo”, me dice. Tras comentarme otros asuntos, me añade: “Estos días estuve poniendo orden en mis cosas y me topé con el texto de mi tío Alberto, el padre de Luisa. No sé si te lo mandó como quedamos en el restaurante que nos hiciste conocer este verano en Barcelona”. En el mensaje hay adjunto un archivo. Al abrirlo me encuentro con el inicio de las memorias de Alberto Ginestà, el hermano de Marina. Efectivamente, el 21 de agosto estuve comiendo en un asador castellano de Barcelona con Manuel y su prima Luisa Ginestà, hija de Albert. Manuel me contó alguna cosa de su vida como trotskista, en Holanda. A Luisa, su padre le pedía que no se metiera, por lo que más quisiera, en política. Hablamos de la familia Ginestà y de las relaciones entre Ramón Mercader y Marina. Al despedirnos, Manuel me regaló una gran reproducción de la famosa foto de su madre en la azotea del Hotel Colón, destinada también a convertirse en icono. La tengo aquí, a mi lado, vigilando diligentemente mi escritura.