Vean ustedes esto (no es imprescindible que lleguen hasta el final, por supuesto).
Las cosas de la educación están así: lo que para unos es maravilloso, para otros es repelentemente cursi. Pero es que, además, est es DAÑINO.
Desde que Nathaniel Braen publicó
La psicología de la autoestima (1969), la frustración ha pasado a ser un mal pedagógico que debe erradicarse de las aulas. Lo que tiene que hacer el buen maestro es procurar que ningún alumno se frustre por su culpa o por culpa de las dificultades de la materia. Su principal responsabilidad es conseguir la autoafirmación del alumno. Pero los alumnos saben muy bien la diferencia que existe entre un elogio ganado a pulso y un elogio regalado caritativamente y me da la sensación que tampoco se les escapa que aquel que se traumatiza por minucias acostumbra a ser patológicamente frágil. El elogio indiscriminado no tiene para ellos ningún valor y pronto le pierden el respeto. Son muchas las investigaciones que nos muestran que el niño acostumbrado a oír de los adultos lo inteligente que es, se convierte fácilmente en un adulto cobarde con una obsesión enfermiza por no defraudar las esperanzas que los demás depositan en él.
El elogio para ser eficaz ha de ser sincero y específico.
Los niños aprenden pronto que recibir determinados elogio no merecidos puede ser un motivo de sospecha sobre sus propias capacidades. No deben ser muy altas –se dicen a sí mismos- si necesitan el amparo de la sobreprotección. No es por ello infrecuente que algunos adolescentes reaccionen ante un elogio como si hubieran recibido una crítica injusta.
Ahora bien. Hay facultades de magisterio en que Seligman y su psicología positiva se considera la clave del coaching. ¿Y siendo uno un buen coach, para qué quiere ser un buen maestro?