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El café de Ocata
Hoy he llevado a mi nieto Bruno, de 6 años, al cole. He llegado a su casa a las 7:45. Me ha oído inmediatamente y se ha levando. "Me han repetido todos, hasta tu mujer, que me porte bien, que tú pierdes pronto la paciencia", me ha dicho. Se ha lavado. Se ha vestido. Se ha puesto el desayuno sin mi ayuda y para las 8:15 ya estábamos listos. De su casa al colegio hay 10 minutos, así que hemos decidido hacer el camino más largo. Hemos pasado por Cal Ros, una masía edificada sobre un yacimiento romano y hemos encontrados dos trozos de cerámica, posiblemente de ánforas. Las ha guardado para enseñárselas a su padre. Al reanudar el camino nos hemos topado en la acera con un enorme moscardón muerto, con las patas para arriba. Era de color negro intenso, pero las alas lucían un toque azul plateado transparente. Bruno se lo ha puesto en la mano. "Antes era un ser vivo y ahora es un ser muerto". He asentido a su observación. "¿Qué es ser, abuelo?", me ha preguntado después, y me ha hecho feliz. En el patio de la escuela ha jugado a hacerse el protagonista con el bicho en la mano que, de pronto, ha comenzado a mover las patas. Ha resucitado. "De ser muerto ha pasado a ser vivo", ha observado. Y en esto ha llegado la hora de entrar en clase y me he ahorrado el comentario.