Ya no se habla de compromiso o, al menos, ya no se habla desde el reclinatorio, con un tono sacramental. Ahora sólo es una palabra que los medios de comunicación desempolvan en las necrológicas. Precisamente por eso puede haber llegado la hora de recordar la diferencia entre el pensamiento que compromete su libertad y el pensamiento comprometido. No son lo mismo. Jean Paul Sartre fue el defensor glamuroso del primero; Paul Ludwig Landsberg (1901-1944), el defensor olvidado del segundo.
Sartre sometió alegremente su pensamiento a la autoridad de la historia. Cuando Merleau-Ponty defendió a Stalin en Les Temps Modernes, él y Simone de Beauvoir lo apoyaron con el argumento de que Stalin sabía subordinar la moralidad a la historia con mucha más contundencia que cualquier existencialista. Landsberg era un personalista cristiano, aunque Ricoeur dijera que era el único pensador verdaderamente existencialista, y nunca quiso entregar su moralidad a esta gobernanta celosa y sin rostro que es la historia. Estaba convencido de que el compromiso para ser auténtico debe ser libre y sólo es libre si tiene una conciencia clara de las imperfecciones de la causa a la que entrega su fidelidad. No se fiaba de las causas ideales, inmaculadas e imprecisas que exigen una sumisión absoluta de la inteligencia y la voluntad. Solo estaba dispuesto a mantener su fidelidad intemporal a la palabra dada a las personas concretas a las que se puede mirar cara a cara consciente de sus noblezas y de sus miserias. El compromiso sólo es libre -insiste Landsberg- si sabe con quién se compromete. La conciencia clara de las imperfecciones de nuestra causa es el único antídoto que tenemos contra el fanatismo y el desencanto, los dos opios de la razón política.
Landsberg nació en 1901 en Bonn. Estudió filosofía con Husserl, Heidegger y Scheler. Ante el inminente triunfo del nazismo se exilió en París, donde entró en contacto con Mounier y Maritain. En esta ciudad recibió una invitación de Joaquim Xirau para venir a dar clases de filosofía y pedagogía en la Universidad de Barcelona, que estrenaba entonces su autonomía. Llegó en 1934. El estallido de la guerra civil lo pilló dando un curso de verano en Santander. Abandonó España y volvió a París. Su influencia se dejó sentir en la conformación del pensamiento de José Maria Calsamiglia, Jordi Maragall, Domingo Casanovas, José Ferrater Mora, etc.
"Landsberg", me confirmó Ricard Predrals, "es el introductor del personalismo cristiano en Cataluña".
En Paris, convenció a los personalistas franceses de la revista Esprit de la necesidad de abandonar su compromiso con el ideal puro de la neutralidad pacifista y de ponerse al lado de los antifascistas. "Él más que nadie", dijo Mounier, "nos salvó de tentaciones utópicas." Sabía que ni la paz interior puede ser conquistada por medio de la evasión ni el humanismo puede reducirse a una profesión de fe hacia uno mismo.
El 23 de febrero de 1943 fue arrestado por la Gestapo y recluido en el campo de Oranienburg, donde morirá, víctima de la tuberculosis, el 2 de abril de 1944. Unas horas antes de su muerte fue conducido, en un estado de debilidad extrema, a la enfermería. En un último esfuerzo, se volvió hacia los otros enfermos y les dibujó un tembloroso signo de la cruz en el aire, el gesto propio de un héroe trivial, de uno de estos héroes triviales que caen pronto en el olvido.