Es este un libro para leer despacio porque más allá de las intenciones del autor -que ha hecho un magnífico trabajo-, hay en él una acusación indirecta a todos los que, puesto que hacíamos oposición al franquismo, nos creíamos bien informados. ¡Qué ignorantes éramos! Pero esa ignorancia no nos exime de culpa: fuimos culpables de nuestro grosero analfabetismo político. Fuimos culpables, por ejemplo, de sentirnos más cerca de Pasionaria que de Salvador de Madariaga; de perdonarle a Miguel Hernández sus loas al Campesino y Antonio Machado su deseo de ofrecerle su pluma a Líster a cambio de su pistola; de no querer ver el chulesco estalinismo de Neruda, de no querer saber de dónde había salido Ramón Mercader, de no tener reparos a la hora de manifestarnos al lado de un estalinista mientras desconocíamos todo de Maurin, de despreciar desde nuestra olímpica ignorancia todo cuanto sonaba a liberal, a pesar de que no teníamos ni la mínima experiencia de qué era el liberalismo; de comentar cada frase de Marta Harnecker (¡manda huevos!) y despreocuparnos completamente de Ridruejo; de no estar a la altura de quienes desde el lado de los vencedores o del de los vencidos, quisieron dejar paso a una generación libre de los rencores de la guerra. Son pecados que estamos purgando porque hay culpas de los padres que inevitablemente heredan los hijos. Fuimos culpables, en definitiva, de no saber dónde estaba Múnich y por eso no podemos explicárselo a nuestros hijos... sin la ayuda de Jordi Amat.