Esto de las competencias fue puesto en marcha en 1973 por David McClelland con un artículo titulado Testing for competence rather than for intelligence en el que criticaba los límites de los tests tradicionales de evaluación de la inteligencia por mostrar una capacidad predictiva tan reducida que era imposible hacerse, a partir de ellos, una idea concreta de la evolución de un alumno y de su futuro profesional. Los tests de aptitudes serían mucho más fiables. Conclusión: Había que reformular el concepto de inteligencia para verla como la excelencia en la resolución de retos profesionales.
Para que este proyecto tuviera éxito, era imprescindible identificar nítidamente esos retos profesionales o, dicho en el vocabulario de McClelland, las competencias específicas. Al adentrarse en este camino, no tardó en darse cuenta de que -como ya había visto Aristóteles- las competencias no se pueden definir a priori. Su lógica nos exige verlas en funcionamiento. Del mismo modo que el buen pianista sólo es reconocible interpretando música de manera virtuosa, la competencia de, por ejemplo, un director general, debe buscarse en la práctica de los mejores directores generales. Es la práctica exitosa la que nos muestra a las personas competentes. No es la teoría competencial la que nos garantiza el éxito de una empresa.
La conclusión es, entonces, clara: el niño sólo es competente en acto resolviendo tareas infantiles, pero no sabemos si sus competencias infantiles predicen sus competencias adultas.
Insisto en que en su origen, las competencias fueron concebidas como puntos de contacto y articulación entre el mundo educativo y el laboral. En este sentido, por ejemplo, el Departamento de Educación y Trabajo de los Estados Unidos creó la Secretary's Commission on Achieving Necessary Skills (SCANS) para definir las competencias y capacidades que los trabajadores debían poseer para encontrar trabajo en el futuro. Los resultados se publicaron en un estudio titulado What Work Requires of Schools: A SCANS Report for America 2000, que contenía un listado muy complejo de competencias profesionales.
Desde esta fecha hasta el presente los listados de competencias no han hecho más que crecer y en el mundo de la teoría competencial se encuentran competencias para todos los gustos. Es inevitable que así sea por dos razones básicas:1) Porque el Factor G (la inteligencia general) continúa apareciéndonos de manera protagonista en todas estas listas.2) Porque en el fondo lo que está en juego no son las competencias, sino el modelo de hombre que tenemos presente y aquí, topamos -¡menos mal!- con la ideología.
En la escuela se ha impuesto la idea de que todos los niños son competentes. Si no en una cosa, en otra, pero todos llevarían bajo el brazo un potencial que debe ser desarrollado. Esta idea suele encontrar un aliado en la teoría de los estilos de aprendizaje. Pero si nos tomamos en serio las competencias y no nos hacemos trampas a nosotros mismos, tenemos que aceptar que cuanta más relevancia otorguemos a las competencias, más relevancia otorgamos también a los modelos y, en consecuencia, más nítidamente se nos pondrá de manifiesto lo que Sennett llama el “fantasma de la inutilidad”, es decir, el incompetente.
En las recientes listas de competencias suele ocupar un lugar privilegiado la de "aprender a aprender" o la de "adaptación a nuevas necesidades".
Yo sigo pensando que -como Vigotsky puso de manifiesto- lo de aprender a aprender tendría sentido si el contenido del aprendizaje no condicionara la manera de aprenderlo, es decir, si el objeto del conocimiento matemático no nos impusiera una manera de aprender que es muy distinta a la que nos impone el objeto del conocimiento histórico, por ejemplo. Pero aceptemos el hecho de que hay personas que se muestran más dúctiles que otras: son más capaces de readaptarse con éxito a nuevas exigencias profesionales. ¿Qué es lo que caracteriza su ductilidad?
Lo que una y otra vez descubrimos es que cuanto mayor es la inteligencia de una persona, mayor capacidad tiene para la adaptación a nuevas condiciones laborales y, por lo tanto, mayor es su rendimiento laboral y mayor también, en resumidas cuentas, su competencia para aprender a aprender. La capacidad intelectual de una persona tiene mucho que ver con su ritmo de adquisición del conocimiento necesario para desempeñar un trabajo. Llegamos así a la paradoja -paradoja para las tesis del movimiento competencial- de que los estudiantes que mejores resultados obtienen en los tests de aptitudes son, de manera mayoritaria, los que tienen mejores notas en el bachillerato convencional.
No hay manera de escapar del llamado Factor G (inteligencia general), es decir, de la inteligencia lingüística, matemática y espacial, porque si lo echas por la puerta te entra por la ventana.
Si lo anterior es cierto, entonces al mismo tiempo que nos preguntamos por las competencias del alumno, debemos hacerlo por las competencias de la escuela.