“El silencio de los espacios infinitos me aterra”, escribió Pascal. En fisiología se llama silencio al instante que separa los latidos cardiacos, como aviso quedo de lo irremediable. Toda nuestra grandeza –añadía Pascal- se encuentra en este efímero, pero exclusivo, terror al infinito silencio circundante. “Sólo el hombre es miserable”, concluía.
Pero ocurre que el hombre no está hecho para vivir en condiciones de absoluta realidad y allí donde hay una infinitud silente vemos algo sublime, que es el consuelo que nos proporciona lo ilimitado a cambio de su inasibilidad. Incluso nos emocionamos un poco al descubrir que una estrella que se encuentra a 49,8 años luz de nosotros, contribuye a iluminar el silencio del cosmos (y al utilizar esta última palabra ya estamos haciendo metafísica) con el nombre de Cervantes. Los cuatro planetas que la orbitan son Quijote, Rocinante, Sancho y Dulcinea.
Frente a la realidad, la poesía es el término medio entre la religión y la filosofía.
La religión intenta encontrar el rostro de Dios en la naturaleza.
La filosofía pretende mirar de frente al silencio vacío.
La poesía es la religión de lo efímero. Decía el gran Feijoo que “cuando se trata de buscar la verdad”, los poetas “no tienen voto.” Pero también se ha dicho que si un gobernante fuera capaz de controlar las canciones de una nación, no necesitaría leyes. Ambas cosas son ciertas.
Lo que nos define es aquello que encontramos cuando nos situamos ante la naturaleza, esa realidad caracterizada por su deseo de irrealidad. Pienso en C.S. Lewis, buscando inútilmente “en esos vastos tiempos y espacios” el rostro de Joy, su mujer recién muerta, su voz, su tacto… para concluir diciéndose a sí mismo “Ha muerto. Ha muerto. ¿Es esta palabra tan difícil de aprender?”.
La naturaleza está para ser interpretada y cada pueblo la interpreta a su manera. Esta es la esencia de la política. Por eso la soberanía no se aplica a los individuos (al rey) o a los colectivos (al pueblo) más que de forma subsidiaria. Soberano, en su sentido pleno, es el discurso que nos impone una interpretación hegemónica de lo real, ayudándonos así a interpretarnos y a mantener la naturaleza a distancia, para que no nos dé alcance.
En El Subjetivo