Cada vez estoy más convencido de que la racionalidad pedagógica es sui generis. Quizás ello se deba a que no puede pedírsele que vaya más allá de la racionalidad política.
Imaginemos una situación -un paradigma, diría Platón- en la que las opiniones pudiesen cambiarse por verdades. Podemos pensar que en las ciudades hubiera algo así como recicladores de opiniones en los cuales tú verterías una opinión y saldrías con una verdad. De esta manera, se acabarían las discusiones, las tertulias, los debates, las sesiones parlamentarias, las polémicas deportivas, las broncas familiares, las rencillas con la pareja, etc. Conviene pensar a fondo en ese mundo porque cuanto más lo pensemos más nos daremos cuenta de que un mundo así no sería humano. En el mundo humano, es decir, el mundo político o mundo de la vida en común, nos aferramos a nuestros símbolos, opiniones y creencias.
Pero si la filosofía es el intento de sustituir las opiniones por verdades, podrá comprenderse pronto que tal proyecto es imposible.
El reciclador de opiniones por verdades podría funcionar gracias a un método riguroso de análisis de nuestros pensamientos al que podemos dar el nombre de método científico. En nuestra ciudad paradigmática, el término medio entre la opinión y la verdad sería, pues, ese método científico, que a todos nos igualaría en la evidencia de nuestras certezas comunes.
Volvamos ahora a la ciudad real y preguntémonos cuál es el intermedio entre nuestras opiniones y nuestras conductas. Sea el que sea, no es, desde luego, el método científico. Más bien parece ser una especie de maquinaria con engranajes de todo tipo y no siempre bien coordinados, pues los pistones de las emociones, las bujías de los símbolos, los faros del conocimiento, los pedales de las sospechas, fobias, filias; el freno de mano de la vergüenza, y, sobre todo, el combustible de las buenas intenciones van un poco a su aire cada uno. Además parece que el que pone en marcha esta estrambótica máquina es nuestro estado de ánimo. ¿Cuál es el resultado de todo esto? Pues que nuestra conducta no suele dejarse guiar por evidencias empíricas o por el rigor lógico, sino que acabamos tomando las decisiones que nos hacen sentir mejor.
¿Exagero mucho si digo que una maquinaria de este tipo es la de la racionalidad pedagógica?