Rafael Núñez pertenecía a la raza triste de los tiranos filósofos.
Era déspota por hastío. Incapaz de amar el poder por el poder, no lo usó más que para la venganza.
La lascivia fue la pasión de su vida y a ella entregó su vejez, que el poder ya no alcanzaba a consolar.
Tuvo la primicia de las más grandes inteligencias, y no se complació en amarlas sino para tener el placer de corromperlas.
Fue el primero en hacer de la prensa la piscina de Tiberio.
Demasiado desdeñoso para ser cruel, no fue nunca sanguinario.
Despreciaba mucho a los hombres, para dignarse matarlos.
Tenía toda la lucidez de un político unida a la extraña placidez de un filósofo.
Sabía que hay dos cosas igualmente ineptas en política: obcecarse en un crimen inútil, o arrepentirse de él.
Despreciaba el oro, tanto como a los hombres, y si se deshonró en la tiranía, no se dignó deshonrarse en el robo.
Abrió las cajas a los ladrones del Erario Público, para que lo saquearan; pero no introdujo sus manos en ellas.
Hizo del robo una virtud de Estado y tuvo el raro valor de renunciar a esa virtud.
Frente al oro, se conservó poeta.
Envileció a todos los hombres de su partido sin amar a ninguno; sintiendo por todos ellos un desdén que era un insulto.
Aquel filósofo no conocía el miedo.
Hubo dos cosas que ignoró toda su vida: el Terror y la Virtud.
Murió envenenado por los jesuitas, a quienes había servido.
Su obra no fue estéril: la impotencia del Talento engendró la Omnipotencia de la Fuerza; ya no hay Patria, pero aún hay Tiranía: ésa es su obra.
Vargas Vila, Rafael Núñez, en Los césares de la decadencia
Nota: No me parece que Vargas Vila sea un ejemplo de historiador imparcial, sin embargo nos ofrece algo así como un tratado de los caracteres del tirano que, sin proponérselo, es un tratado de psicología política. En estos días en que ando liado con filósofos políticos franceses, cuando me encuentro saturado, acudo a Vila en búsqueda de asueto. Y ahora los dejo que ya llegó tarde a mi baño matutino en el las playas de Ocata.