Aseguraba Oskeshott que la manía de leer cada día el periódico pone de manifiesto un cierto desorden mental. Estoy totalmente de acuerdo con él.
La lectura de la prensa informa, pero sobre todo conforma.
No me refiero a que cada diario refleje un sesgo político, pues en la publicidad de ese sesgo consiste, de hecho, la libertad de prensa; tampoco a que no lleve a portada lo noticiable, sino lo que supone que para sus lectores es más noticiable, porque todo lector ganado implica un cierto sometimiento a sus prejuicios para asegurar su fidelidad; ni mucho menos al hecho obvio de que la noticia tiene un valor comercial, pues sirve para congregar a un grupo de lectores en torno a ella y así vendérselos inmediatamente a un anunciante.
A lo que me refiero cuando hablo del poder conformador de la lectura diaria de la prensa es a algo que es inherente al periodismo: Toda novedad es y debe ser efímera, porque los diarios no repiten las noticias, viven de renovarlas, pero esta renovación exige una manipulación de lo real para conseguir dar vida narrativa a lo factual.
Los periodistas viven de someter el presente a un relato (aquí Juliana es el maestro indiscutible) o, lo que es lo mismo, de someter lo que ayer nadie se esperaba, al esquema de causas y efectos que hoy el periodista espabilado asegura que era inevitable. En este sentido la prensa juega un papel al mismo tiempo narcótico y consolador. Narcótico, porque le dice al lector: tranquilo, que de esto que hoy tanto te escandaliza, mañana ya no te acordarás, y consolador, porque le ofrece a ese mismo lector una imagen domesticada de la historia, sometida a la lógica, en la que todo aquello que le vende como novedad, es en realidad un nuevo capítulo del despliegue de razones periodísticas que rigen las cosas humanas. Así le oculta el azar sobre el que nos movemos.