Desde muy joven Castelar adquirió un prestigio inmenso en España (...). Si hubiera hablado en una catedral, tal vez sería necesario remontarse hasta un Bossuet para encontrarle un rival.
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La primera vez que lo vi fue en una ocasión dramática. Don Amadeo de Saboya, elegido dos años antes rey de España por el Parlamento, había presentado a éste su renuncia. (...). La noche de su partida, el Congreso de los Diputados deliberaba sobre tan grave asunto. Una muchedumbre turbulenta se agitaba en los alrededores del Congreso, exigiendo de los diputados, pidiendo a gritos, que se proclamase la república. (...) El Congreso estaba cerrado y los faroles de las calles adyacentes apagados. El pueblo rugía de un modo cada vez más imponente; se preveía el momento en que las puertas saltasen y la multitud invadiese el edificio para imponer su voluntad. En aquel instante se abrió con estrépito una de las ventanas del piso de abajo, vi brillar en la oscuridad unos espejuelos y percibí el bulto de un hombre. Castelar estaba en pie sobre el alféizar. Como por ensalmo, en aquella multitud fragosa se hizo un silencio profundo. "¡Castelar!", oí murmurar a los que estaban cerca.
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Comenzó a hablar Castelar. Y lo hizo con acento colérico, vibrante de indignación, increpándonos con la mayor dureza. Veníamos a profanar el templo de las leyes. Nada teníamos que hacer allí. ¡Marchaos, marchaos inmediatamente! Ellos eran los únicos y legítimos representantes de la patria y nosotros debíamos esperar tranquilamente su resolución. ¡Retiraos al instante! Si no lo hacéis, quedará demostrado que no sois dignos de llamaros ciudadanos de un pueblo libre, sino viles esclavos destinados a gemir bajo el látigo de un tirano.
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Todos nos retiramos lentamente (...). Tal era el prestigio de aquel hombre y el poder de su palabra.