Entro en una peluquería del barrio de Horta. Podríamos estar en cualquier barrio periférico de cualquier otra gran ciudad de España. La puerta está abierta de par en par, con la ilusa pretensión de que corra un poco de aire. Hay dos peluqueras de unos 40 años y tres clientas, entre ellas una señora mayor. Les pregunto a ver si tienen un hueco y me dicen que en media hora. Les contesto que bien, que estaré en el bar de enfrente tomando un café en la terraza y que en media hora vuelvo. No me hace esperar tanto. A los 15 minutos una de las peluqueras viene a por mi.
¡Cómo me gustan estas peluquerías de barrio: marujanudas, pequeñas, sin aire acondicionado, en las que se habla de todo sin conciencia de lo políticamente correcto y además, te cortan el pelo bien y barato! Estas peluquerías son uno de los últimos reductos de la libertad de palabra de este mundo, especialmente después de que las peluquerías masculinas fueran copadas por los hipsters.
Me siento ante un espejo a la izquierda de la señora mayor, a la que no le acaba de gustar cómo la están dejando. La peluquera que la atiende intenta justificar lo que hace diciéndole que al ir perdiendo pelo por delante, es mejor echarle un poco del centro sobre la frente. La señora mayor no contesta pero es evidente que no se siente cómoda con la imagen de sí misma que ve en el espejo. "Yo siempre me he peinado de la misma manera", me dice a mi. "¿A usted le parece que tengo poco pelo?". "¡Yo la encuentro guapísima!", le digo, sin miedo de que me expulsen de allí por machista, como a Francisco Ayala de la universidad a la que a lo largo de su vida ha donado más de un millón de dólares.
La mujer me toma confianza y me cuenta que cuando su hija se va "a vete tú a hacer qué", la trae a la peluquería y aquí la deja hasta que viene a buscarla. "Mejor eso que abandonarla en urgencias de Vall de Hebrón", le dice una peluquera. El Hospital de Vall de Hebrón está aquí mismo. "Eso sí", acepta la anciana. "Pero a mi no me gusta este corte de pelo, y después dicen que el que paga manda". La peluquera sigue en sus trece y le dice que así es como está bien. "Vendrá a por mí cuando le parezca, que nunca tiene prisa en estos casos", se me lamenta la mujer, refiriéndose a su hija.
Las dos peluqueras y una clienta que acaba de entrar comienzan a hablar de sus hijas adolescentes. "De los 12 a los 14 son tonterías, que cansan, pero son tonterías, pero a partir de los 14, no. ¡De tonterías nada!". "Tranquilícese, señora", le digo. "¿Qué me tranquilice?", me pregunta. "Sí, que la adolescencia no dura para siempre, para los 30 años se supera". Se echan a reír y comienzan a nombrar casos de adolescentes de 30 años que andan por el barrio "al buen tun-tún".
Me acaban de cortar el pelo. 5 euros. Antes de salir, me despido de la anciana, a la que han dejado como la peluquera ha querido. "¡Aún tardará un rato en venir!", me dice.