Todo iba mal en China. A la larga sequía le siguió el hambre, y al hambre las enfermedades y el descontento generalizado. Los astrólogos anunciaban nuevas catástrofes.
En tiempos inmemoriales se había recurrido alguna vez a un recurso extremo en casos tan desesperados como el presente, pero era, sin duda, muy extremo: El sacrificio del emperador. Sólo la sangre del emperador tenía el poder de modificar el destino de su pueblo. Pero el emperador era demasiado débil. Por eso, cuando a palacio ya no llegaba el agua corriente y comenzó a escasear el vino en la mesa de los nobles, sus propias mujeres le recordaron su deber. Pero él era demasiado débil. Sólo cuando la comida de palacio comenzó a racionarse (para todos excepto para él, evidentemente), tomó una decisión. Ordenó a su barbero que un día, sin previo aviso, lo degollara. Eso sí el tajo debía ser limpio, certero y rápido. “Mátame, te lo ordeno, cuando menos lo espere”.
El barbero, un hombre anciano, silencioso, diligente y meticuloso, inclinó la cabeza. Sin decir nada empuñó la navaja y comenzó a afilarla como hacía cada mañana. El emperador, muy pálido, con la respiración entrecortada, cerró los ojos. Siguió con la máxima atención cada sonido producido por el barbero y cuando sintió el frío contacto del filo de en la garganta, comenzó a rezar.
Aquel día no ocurrió nada... excepto las noticias desagradables que se acumulaban. El emperador estaba tan disgustado que hasta renunció a la cuarta comida. Tuvo una noche agitada, cargada de pesadillas inquietantes. Se despertó muy temprano pensando en el barbero. Y cuando estuvo ante él volvió a sentir el mismo pánico que el día anterior. O quizás su angustia era ligeramente mayor. Pero tampoco pasó nada esta vez... si descontamos a los mensajeros que se presentaron anunciándole que el khan de Mongolia se había sublevado o a los varios criados de su confianza que aparecieron asesinados o a los dos astrólogos que se arrancaron los ojos.
A la mañana siguiente, de nuevo la agónica rutina. El contacto con la navaja le resultó sin embargo, más frío y comenzó a temblar. Pero tampoco pasó nada… excepto el anuncio de deserciones en masa en el ejército ante la llegada inminente del enemigo y que dos de sus concubinas se habían abierto las venas.
El emperador apenas probó bocado aquel día. Por la noche durmió de forma intermitente. Con los primeros rayos del alba tomó la decisión definitiva. Se bebió el último whisky que quedaba en palacio y le dio una orden seca al jefe de la guardia: “¡Que ejecuten a mi barbero. Y deprisa!”.