Estamos entrando en la época del nacional-narcisismo. Y la cosa va a ir a más. Si hasta ahora sólo algunos parecían tener derecho a reivindicar el narcisismo de las pequeñas diferencias como un valor incondicional, ahora cada vez más gente parece apuntarse a este festín y lo hace cada vez con más hambre.
Cuando las cosas políticas toman una dirección determinada, es conveniente, si se pretende entenderlas, no quedarse al margen para dedicarnos a insultarlas. Las cosas pasan porque alguna necesidad las empuja. Que esa necesidad nos reconforte o incomode es lo de menos. Lo importante es tener clara la mirada para poder identificar qué es aquello que hasta hace poco nutría satisfactoriamente a la ciudadanía y que parece haber perdido su sabor.
Esta es la pregunta, y la cara perpleja de la socialdemocracia nos ofrece, en sí misma, un esbozo de respuesta que habrá que tematizar.
En cualquier caso, toda una serie de nutrientes ideológicos que parecían en alza hasta hace relativamente poco (me refiero a las ideologías de la identidad fragmentaria) están siendo rechazados y los consumidores se pasan a los comercios de la competencia en busca de identidades más englobantes.
Si el Leviathan estaba asumiendo progresivamente, como decía Gehlen, los rasgos de una vaca lechera (o de un hotel en el que nos consideramos con derecho a ser bien atendidos, como sugería Musil), ahora es fácil escuchar voces que le están pidiendo otra cosa... que aún está por ver con claridad... pero que tiene que ver con la afirmación personal mediante la revalorización del sentido de copertenencia y la relegación del de diferencia.
Parece que, definitivamente, estamos entrando en el siglo XXI y como ha ocurrido siempre y volverá a ocurrir mientras haya un animal político sobre la tierra, el futuro ha llegado con sorpresas.
El viejo topo hace su labor siguiendo su proceder habitual: bien atiborrado de tintorro.