El discurso de las competencias es confuso y contradictorio.
Por ejemplo, Andrea Bandelli, Director Ejecutivo de Science Gallery International asegura que “los jóvenes necesitan nuevas habilidades, muchas de las cuales aún ni siquiera se comprenden.” Sin embargo está seguro de que lo que necesitarán es “inteligencia emocional; sensibilidad intercultural; creatividad; presentación de problemas (en lugar de resolución de problemas); ciudadanía económica; empatía; adaptabilidad; resiliencia…”. Curiosamente, no habla ni de conocimientos ni de memoria.
Bandelli, precisamente por falta de conocimientos, ignora que no dice nada nuevo. Está haciéndose eco de un mantra que viene repitiéndose desde que lo formuló por primera vez, el 28 de octubre de 1957, Joseph Devereux Colt en una conferencia en la Universidad de Chicago, justo 24 días después de que los soviéticos hubieran puesto en órbita el Sputnik. Devereux formaba parte de un equipo dirigido por Lyndon B. Johnson que tenía por objetivo establecer las competencias del futuro, con el supuesto de que los adultos del porvenir tendrían que resolver problemas que aún no se habían planteado con tecnologías que aún no habían sido diseñadas. Esta es una tesis que, bajo su aparente dramatismo, dice muy poco, pues todos nosotros estamos resolviendo problemas que hace unos años eran impensables con tecnologías que entonces eran inimaginables. Piensen en el móvil. Stanley Kubrick fue incapaz de imaginárselo cuando con un grupo de tecnólogos de la NASA imaginaba el mundo del 2001.
¿Cómo somos capaces los que tenemos más de 60 años de utilizar un móvil (o un ordenador), si nadie en la escuela de nuestro tiempo era capaz de imaginarse nada semejante?
La respuesta es elemental: porque no sólo aprendemos en la escuela. Una parte muy relevante de nuestros conocimientos proceden de la observación de la experiencia ajena. A este aprendizaje el Platón de las Leyes le da el nombre de “autophyês”, que podemos traducir por espontáneo. Como este aprendizaje irá, sin duda, creciendo, el reto al que ha de responder la escuela no es el de cómo imitar a la vida, sino como proporcionar las experiencias que no nos proporcionará la vida espontáneamente y que, al mismo tiempo, han de servir para ordenar las experiencias espontáneas de la vida.
Bandelli añadía lo siguiente con respecto a las innombradas competencias del futuro: “Estas no son habilidades que se pueden enseñar con los métodos educativos tradicionales. Varios expertos incluso se preguntan si es posible enseñar estas habilidades”. De nuevo nos encontramos ante la ingenuidad de alguien que no sabe que lo único que nos ha descubierto es su ignorancia de los diálogos de Platón. Constatar esto, nos permite darle la razón a Ortega cuando escribe que “quien no haya meditado a Platón, tiene menos peso específico, dentro de la zoología, que quien lo haya glosado”. Ortega escribe esto respondiendo a la borrachera futurista de Marinetti, que, como saben, proclamaba a los cuatro vientos que “un automóvil rugiente, que parece correr como la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia”. A mí no me molesta esta tesis en sí misma. Ni tan siquiera tengo inconveniente en admitir su plausibilidad. Hasta podría estar dispuesto a aceptar, especialmente algunas tardes de verano, que, como sostenía Somerset Maugham, “nadie ha podido explicar nunca por qué el templo dórico de Paestum es más hermoso que un vaso de cerveza fría”. Lo que me molesta de Marinetti es su pretensión de romper nuestra relación con el mundo helénico. Su orgullosa fobia al museo.
La novolatría está tan obsesionada con anticipar el futuro que es incapaz de ver que el hombre moderno no quiere ser sólo moderno. Basta salir a la calle para descubrir su necesidad de compensar lo que el tiempo pretende relegar al olvido. Nuestra época innovadora es también una época recuperadora. Buscamos las recetas de la abuela y productos “del campo”, añoramos los tomates que sabían a tomate, ponemos chimeneas en nuestras casas de protección oficial, valoramos el buen trabajo artesanal, visitamos paisajes naturales que parece que no hayan sido hollados por el hombre, nos interesa nuestra genealogía, confiamos en medicinas alternativas porque supuestamente provienen de “prácticas terapéuticas milenarias”, las naciones no dejan de celebrar las gestas de su pasado que consideran más dignas de ser rememoradas, abrimos tiendas en lugares chic de las ciudades para vender productos “vintage”, nos manifestamos en contra de la “apropiación cultural” para preservar así lo genuino de cada cultura, hemos elevado lo indígena y lo étnico a categoría moral… Somos innovadores, pero exigimos a las instituciones fidelidades seguras (aunque las nuestras sean condicionales) y a las personas que mantengan su palabra. Cada pueblo tiene su museo histórico… De hecho, la nuestra es tanto la época de los parques tecnológicos como la época de los museos.
“Todo es líquido”, decimos, pero nos gusta comprobar que el agua es más líquida que el grifo.
Lo viejo es también con frecuencia imprescindible para comprender lo moderno. Recientemente Byung-Chul Han ha recuperado el concepto platónico de la “teatrocracia”, volviendo a poner de manifiesto que Platón pudo habernos comprendido mejor de lo que nosotros nos comprendemos a nosotros mismos.
Por otra parte, la historia nos ofrece abundantes ejemplos de personas que han sido capaces de sobresalir de la uniformidad, porque se han resistido a la comodidad del mimetismo. Lo que perdura de una época es a veces aquello que supo plantarle cara, porque su rebeldía le ha permitido sobrevivir a su tiempo y encontrar sus contemporáneos en el futuro.
Si somos capaces de emocionarnos con un verso de Safo, si creemos que Esquilo entiende lo humano mejor que ciertas versiones en boga del humanismo, si la búsqueda de un trabajo alegre y de un amor seguro nos importan a nosotros tanto como a los personajes de Aristófanes, si quien domina su capacidad atencional ha tenido y tiene más posibilidades de practicar la circunspección, si la memoria no es otra cosa que el residuo que deja la experiencia al pasar, si los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo… si todo esto es cierto, entonces el hombre es también un ser de permanencias.
Continuará...