Ya no tengo dudas: Dios es de Puebla. Y, por lo tanto, el demonio no puede ser de muy lejos. Así que mientras el cielo nos sorprende con este escándalo luminiscente, el aire se va cargando de un tufillo de azufre que los poblanos parece que no sienten, pero que a mí me resulta molesto. Me aconsejan que me ponga una mascarilla.
Dios es poblano porque las excelencias de esta comida sólo pueden provenir de una mente divina. Me dejo llevar por los nombres de las cosas, pidiendo, eso sí, por favor, que no piquen. Si te dicen que sólo pica un poquitín, hay que rechazar la oferta de plano: es el diablo anticipándonos el sabor del infierno.
Desde mi habitación me quedo extasiado cada tarde con las puestas de sol, que acuden puntualmente a la cita, y no defraudan. Despliegan su esplendor justo sobre el Popocatépetl o, como lo llaman por aquí, el Don Gregorio y, de forma más coloquial, el Don Goyo.
¡Qué escenografía! Sólo falta la voz de Dios diciéndonos alguna cosa esperanzada a los que vivimos bajo el volcán.
Porque existe el volcán existen esta apuestas de sol.
Mañana me llevan a Huamantla. Y aquí estoy, repasando con el dedo los caminos que llevan a topónimos imposibles.