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Yo llegué a Palacio demasiado pronto, porque el hombre protocolariamente propone y Dios a su altísimo antojo dispone.
Me había propuesto ir andando desde la estación de Atocha y así llegar estrictamente puntual; es decir, no demasiado pronto, porque tarde, nunca. Pero llovía consistentemente y dada mi reiterada desavenencia con la verticalidad y que tampoco parecía aconsejable llegar empapado, cogí un taxi. En la Plaza de Oriente, como era de prever, también llovía, ¿y qué podía hacer, pobre de mí, sino llamar a la puerta y correr el riesgo de expone mi soledad ante la historia en las grandes salas de columnas?
En realidad me hubiese gustado disponer de tiempo y discreción para visitar las habitaciones privadas de Isabel II. Hubiera estado bien escabullirse a cuatro patas y recorrer como un niño curioso los rincones de la intimidad histórica, pero me tuve que conformar con la contemplación de los tapices mientras un académico protestaba de la alfombra, demasiado nueva para su gusto. Menos mal que pronto llegaron caras conocidas y cordiales y pude abandonar la forzada teoría de las paredes y la proximidad, que no compañía, del señor académico, tan cascarrabias.
Una cosa es entrar en un palacio como turista en visita guiada y otra muy distinta acudir de invitado al Palacio Real de Madrid. Esto, lejos de tranquilizarme, hacía despertar, intranquilo, al niño de pueblo que siempre llevo conmigo. Pero todo fue fácil. Casi diría que familiar. Aunque la historia vibraba en los bordes de las copas, los fantasmas del pasado andaban sutiles y cordiales por el aire, facilitando encuentros y animando conversaciones.
(¿Seguirá?)