Los milagros de la trivialidad: la maravilla de columpiar a un nieto, porque Dios vive en lo casi anodino, entre columpios.
Escribe Unamuno por algún sitio que si no se salva su perro, tampoco quiere salvarse él, porque no puede imaginarse la felicidad celeste sin que la lengua del alma de su perro lama la mano de su alma. Pues yo no me puedo imaginar el cielo sin un columpio donde columpiar a un nieto.
Estoy columpiando a mi nieto y me veo a mí mismo tomando el testigo del balanceo de las manos que me columpiaban a mí hace ya tanto tiempo. Por otra parte, siento que es mi nieto el que me está columpiando a mí con cada impulso que le doy.
Yo también voy y vengo, asciendo con mi nieto hasta el cielo y vuelvo al suelo para tomar un nuevo impulso que me lance a las nubes, paisaje natural de la imaginación infantil... ¿y senil?
Las nubes de mi infancia en el valle del Ebro las llevo siempre conmigo. Soy nefelibata, como Rubén Darío, e inspector de nubes, como Ramón.
El inspector de nubes lo que inspecciona es la imposibilidad de estabular las nubes... que es lo que están haciendo los modernos educadores emocionales con las emociones.
Sí, las nubes tienen forma de emoción. Por eso son lo más opuesto que hay a los adoquines.
Vuelvo a mi nieto, que he de darle un nuevo impulso.
Los dos estamos encerrados en un bucle de felicidad. Somos una única cosa y nos hemos zampado el mundo en un vaivén. Seguramente debe haber algún nombre en el budismo para esto.
Ayer hablaba de la acción pura y de la emoción pura. Hoy tomo nota de la existencia de acción emocional pura.