A mi nieto G. le gusta disfrazarse. Le da igual que haga calor o frío. Si decide ponerse una capa, es imposible frenar al Drácula que hay en él, aunque de un momento a otro puede dejar de ser Drácula para pasar a ser Supermán. Si quiere ser un cruzado, se pondrá sus mallas, su escudo y su espada y no tendrá inconveniente alguno en salir a la calle dispuesto a luchar contra los dragones. Ortega decía que el hombre es un animal metafórico. Viendo a mi nieto, no hay nada más cierto.
Ser metafórico no es ser como otro. Es ser otro. Es ver el mundo desde los ojos de ese otro y, sobre todo, constatar que en ese otro se manifiesta una parte esencial de ti mismo.
Ayer apareció disfrazado de cruzado. Viendo los desgarros que el violento viento nocturno había hecho entre los árboles, parecía, ciertamente, un disfraz de lo más pertinente. ¿Qué nos podía pasar si nos abría paso por las aceras un caballero blandiendo su espada de porespán?
Y, sin embargo, aquel noble caballero, cuando se sentía contrariado, se enfurruñaba, bajaba la cabeza, dejaba caer los brazos y se negaba a dar un paso adelante.
Se ha sentido especialmente contrariado al pasar por delante de la puerta, aún cerrada, del colegio que lo recibe esta mañana como heraldo impasible de la normalidad. La normalidad es ese milagro cotidiano que, a veces, tanta pereza da afrontar.
El cruzado rendido ante la fatalidad confirmaba con su gesto de impotencia la evidencia de que, ante la realidad, siempre estamos en primera línea.