Me pongo a escribir porque creo que tengo algo que decir, pero con frecuencia en el proceso de la escritura me doy cuenta de que no sé decirlo bien. Mis ideas no son lo suficientemente claras y distintas como para encajarlas con soltura en las palabras.
La necesidad de aclarar las ideas para hacer más diáfana la expresión y para reconocerme a mí mismo en lo que escribo -para asumir ese párrafo como mío- me fuerza entonces a pensar de otra manera lo que creía que era una convicción y a ir más allá de mis supuestos. Y así caigo en la cuenta de que no tenía las cosas tan ligadas como parecía y que, sorprendentemente, no comparto todo cuanto escribo.
Si la verdad, ciertamente, obliga, la incoherencia aún obliga más.
Decía Platón que el pensamiento es el diálogo del alma consigo misma. Posiblemente así sea en el caso de los grandes pensadores, que son capaces de detenerse ante la realidad y darle forma conceptual. Pero en mi caso, para poder pensar conmigo mismo tengo que dar forma escrita a lo que antes de escribir creía que eran mis ideas.
En el esquema que me hago inicialmente, todo está claro, pero es en la escritura, que me obliga a ir paso a paso, donde se pone a prueba mi coherencia.
Digo "mis" ideas como si tuviera un derecho de propiedad sobre las mismas, y resulta que son ellas las que me fuerzan a tirar por aquí o a torcer por allá.
Escribir es ponerse en manos del logos que uno es capaz de gestionar.