Llego a casa agotado. He pasado sos semanas fuera, una por Galicia y otra por Madrid. Todo ha ido bien, pero el casancio, incluso siendo gratificante, pesa. Tenía ganas de encontrarme con mis cosas. ¡Qué sensación de seguridad y bienestar la que nos ofrecen las pequeñas cosas, todo aquello a lo que cotidianamente apenas damos importancia! Me encuentro con dos paquetes con libros; uno, de Plataforma, con ejemplares de El arte de leer; el otro, de La Isla de Siltolá, con ejemplares de El amparo de las sombras.
Este es el prólogo de esta última obra:
Mediodía de un domingo luminoso de marzo, en Puebla, México. De más allá de las jacarandas en flor del Paseo Bravo -que aquí se conocen como Pasión de Cristo, por florecer en Cuaresma- me reclama el tañido de una campana. En este paseo hubo una vez un monumento a un distinguido insurgente, “Benemérito de la Patria”, pero ahora sólo queda una inscripción en la que se lee: “a su memoria, en este mismo lugar, se le erigió un monumento, que desapareció con el tiempo.”
Hace mucho calor y decido obedecer el reclamo de las campanas, en busca de la penumbra que proclaman. Llego así hasta la iglesia de San Agustín. En el umbral me encuentro con un cartel en el que está escrito en siguiente texto del santo de Hipona: “Aquí me tienes, Señor. Yo soy aquel esclavo que escapó de su amo y buscó el amparo de las sombras.”
¿Es sólo un mensaje o debo recibirlo como un viático para adentrarme en la penumbra?
Al fin y al cabo, un don es aquello que se quiere recibir como tal y, al recibirlo, nos abre libremente a un comienzo.
Me siento en un banco, al azar. Al poco tiempo descubro que a mi izquierda está la capilla de Santa Rita. A los pies de la Santa alguien ha dejado una nota escrita a bolígrafo: “Ayúdame a que mi hijo se convierta en un ser humano.” Hay muchas piadosas peticiones que han ido dejando los devotos sin ningún afán de privacidad. “Virgencita ayúdame y ruega por mí ante Jesús de Nazaret para que me sane de mis miedos, y mis penas, y mis corajes, y me ayude a embarazarme y a tener un hijo de mi propio vientre y matriz. Y tú, también, ayúdame, Santa Rita.” La nota está firmada con nombre y apellido. Me pregunto si una persona con esta fe aún sigue siendo habitante de nuestro mundo. Es decir, de mi mundo.
¿Pero acaso conocemos a nuestros contemporáneos?
Al salir a la calle, encuentro dos mensajes en el móvil. El primero es de Cavalcanti, un amigo madrileño afincado en Cataluña, que me envía un texto de Jiménez Lozano: “La vida es como aquellas viejas posadas españolas en las que un letrero a su puerta advertía: Aquí, el viajero encontrará lo que traiga.” El segundo es del editor de este libro, que me pide un título para el mismo. No lo dudo: “El amparo de las sombras.”
Unos metros más adelante me para en plena calle un hombre de unos cuarenta años, con las uñas muy sucias, mal peinado y una mirada esquiva. Me ofrece “zapatillas de cristal”, “feromonas madre” y “espiralados de sabor” (si es que he sabido transcribir sus palabras), al mismo tiempo me muestra una especie de tarjeta de presentación en la que leo: “Sex Shop X. Aquí convergen lo místico y lo profano.”
Hay otros mundos, pero vivimos contra ellos. Es decir, vivimos contra hechos. Contra muchos hechos, de espaldas a las evidencias que nos cuestionan. Posiblemente así debe de ser. Ser humano es ser de algún sitio.
Somos tan de algún sitio que, aunque hipócritamente nos guste pretender lo contrario para dar satisfacción a los dioses del presente -los más hipócritas, sin duda, de la historia-, no somos intercambiables.
Ser hombre es no ser intercambiable.
Todos necesitamos del amparo de las sombras, del regazo de la penumbra. Es decir, de nuestras sombras y nuestra penumbra.
Todos podemos recibir esa temblorosa luz que alimenta la vela en la penumbra, como un don que nos permita un nuevo comienzo, porque al alma lo que le da alas es la luz de una vela, no la luz cegadora del mediodía.