Me han pasado muchas cosas en las dos últimas semanas, pero cuando vuelvo la vista atrás, lo primero que me viene a la memoria son detalles deshilachados. Aquel vino de Muxía, el pan gallego sobre el mantel blanco de la mesa, la ascensión a las Piedras Santas y los cinco minutos que pasamos sentados en un banco de madera contemplando la Praia de Mar de Fóra y lo bravucón que soplaba el viento, la larga caminata hasta la Torre de Hércules bajo el orballo, un nombre propio: Servando, la puerta cerrada de la librería de viejo de La Coruña, el descubrimiento casual de aquella iglesia tan pequeña, hecha con esa piedra gallega que parece tener más densidad pétrea que ninguna otra del mundo, las largas caminatas por Madrid, el encuentro accidental con la Antropología filosófica contemproánea de mi admirado García Bacca, el patio de la casa de Lope iluminado por la última luz de la tarde, aquel amanecer frío y turbio...
Pero siempre, siempre, sea cual sea la ventura del viaje, el momento más gozoso es el del regreso a casa. Salimos para encontrar el camino de regreso... no tanto a casa como a quien nos espera en ella. Y, sin embargo, cuando en la soledad del hogar, rodeado del silencio de mis cosas, intento concentrarme en algo, me asaltan de repente esas imágenes aparente menores, como si quisieran tomar aire para permanecer vivas unos días más, antes de sucumbir bajo el fragor de las horas.