Días de lluvia caprichosa. Unas veces, sorda y monótona; otras, violenta, con fuertes ráfagas de viento, que ha llenado las aceras de hojas secas de plátano, embozado las alcantarillas, convertido las calles en torrentes y depositado, en cada papelera, el recuerdo del costillar desarmado de un paraguas roto.
El viento sacude con furia las copas de los árboles, como queriendo desprenderlos de los ultimísimos reductos del verano, para que entren desnudos en el invierno. El cielo, gris, bajo, pesado, nos deja a los que nos hemos acostumbrado a alimentarnos de la luz mediterránea con una sensación de hambre y vacío. El otoño inverna.
Lo mejor es contemplar la intemperie desde la barrera de la ventana de mi estudio, con la calefacción puesta, en zapatillas y con una copa de vino en la mano. Días así son una invitación irresistible a sentarse en el sofá, con una manta de lana sobre las piernas y un buen libro entre las manos. La lectura que se impone, obviamente, es la cadenciosa, como de atardecer.
No conviene salir a la calle. Les haré una confidencia: la veo con ojos de viejo. A mí siempre me había parecido que lo peor de los viejos era su cobardía; ese andar con pies de cristal, con miedo a caerse, a tropezar, a romperse algo. Pues bien, así he comenzado a andar yo. Las aceras resbaladizas, cubiertas de hojas, se me presentan como una incitación al resbalón y voy andando a pasos de paloma, intentando fijarme bien por dónde piso.
Mis lecturas: Balmes, Gil Robles y, ahora, la autobiografía de Gonzalo Fernández de la Mora. Lecturas de otoño avanzado.