Es inevitable: toda novedad repetida tiende a convertirse en rutina. Hasta en la vanguardia artística está ocurriendo esto. Recuerdo que hace unos cuantos años defendí en un trabajo universitario que la posmodernidad era la vanguardia rutinaria, que es como decir que la vanguardia ya no va abriendo expectativas, como lo hizo en el siglo pasado en París, sino que confirma previsiones. Ya no abre camino, sino que lo pavimenta. Pues esto pasa con los años nuevos. Lo que la edad nos permite esperar de cada año nuevo es una confirmación de la repetición, del retorno de lo mismo, pero, con los achaques, lo mismo es un poco más pronunciado. Y, sin embargo, hay que engañar a la vida. Hay que engañarla con festejos, música, literatura, trabajo... Últimamente estoy descubriendo en el rito religioso el más sublime arte de engañar a la pretendida gravedad de la vida con la pretendida ingenuidad de, por ejemplo, un villancico. El domingo pasado, al acabar la misa, me puse en la cola de los que íbamos a besarle los pies a la imagen de cartón-piedra de un niño mientras cantábamos: "En tu honor frente al portal tocaré, / con mi tambor". No se me ocurría ni acción más ingenua, ni repetición más nueva, ni manera de darle más densidad a la vida.