Cada día, a eso de las
siete de la tarde, preparo a Laura para nuestro paseo. Mientras busco
su abrigo (para que no pase frío), el peine (para domar durante un
rato sus rizos rebeldes) y el león de peluche (para protegernos de
posibles peligros) voy pensando hacia dónde iremos en esta ocasión.
Tal vez a la plaza del Ayuntamiento, o a la que rodea a la Iglesia de
San Antonio si vamos rectos o, bajando toda la calle, hasta el prado
de San Roque. Cuando termino los preparativos y le digo "vámonos
de paseo", ella se dirige hacia la puerta seria y decidida. La tomo en mis brazos
para bajar las escaleras, la deposito en el suelo con cuidado y de
inmediato echa a andar. Tengo que ir tras ella unos pasos y coger su
mano para iniciar nuestro camino. Hoy, por ejemplo, iremos al
Ayuntamiento. Ésa es la meta de nuestro paseo.
Y sin embargo... el mundo
es tan grande, está tan lleno de cosas asombrosas que tocar,
agarrar, ver o saborear, cosas que no dejan de llamar nuestra
atención para ser pisadas, mordidas o guardadas en los bolsillos (en
el mejor de los casos), que si de casa al Ayuntamiento hay diez
minutos para un adulto, contigo, querida Laura, podemos tardar al
menos una hora.
¡Y que hora! Nada más
comenzar el paseo, descubres piedras de un blanco luminoso que
destacan más sobre el gris del asfalto cuando las colocas unas
detrás de otras, en una larga fila. Y no olvidas tomar esa piedra
desechada por su forma o su peso guardándola en tu bolsillo para
futuras construcciones.
Unos pasos más allá,
una grieta en la pared es el lugar perfecto para ir incrustando cada
una de las piedras y formar una hilera dentada que parecen
sonreírnos. Después de guardártelas de nuevo en el bolsillo,
avanzamos unos pasos más hacia el Ayuntamiento, pero antes descubres
un bordillo en la acera de la altura justa para convertirlo en tu
asiento. Con destreza y precisión, te acercas a él, giras el
cuerpo, te agachas y te dejas caer, convirtiéndolo desde ese
instante el en más rico trono que reina alguna haya podido poseer
jamás. Pero sólo por unos segundos porque enseguida te levantas y
sigues el camino.
Apenas recorridos unos
pasos y tras doblar la esquina, aparece una fuente. ¡El agua! Me
tomas de la mano y me llevas hasta el pilón de piedra, una muralla
para ti. Te elevo por los aires acercándote al hilo de agua con el
que te mojas la cara, imitando los gestos que me has visto hacer
tantas veces al afeitarme y no puedo evitar sonreír. Volvemos al
camino y avanzamos unos pasos pero al cruzar la calle se escucha un
ladrido familiar y te vas buscando a Pecas, el pequeño perro gritón
que te saluda desde la cancela de su casa cada tarde. Y sí, allí
está, lanzando sus ladridos al aire, mientras desde muy lejos, otros
ladridos le responden. Él te ve, se acerca moviendo la cola y te
ladra. Tú le ves, te acercas corriendo y le ladras. Entonces me
miras mientras lo señalas con el dedo y yo, después de pensarlo un
momento, pues -qué diablos- le ladro también. La animada
conversación se prolonga unos instantes, pero no muchos, porque
Pecas no es nada paciente y a mi no me gusta que me ladren, así que
seguimos nuestro paseo.
Mientras vamos caminando
me pregunto: ¿llegaremos algún día al Ayuntamiento? Lo haremos,
desde luego, pero mientras tanto, este paseo contigo me recuerda lo
extraño que es el mundo, las maravillas que guarda en cualquiera de
sus rincones y los tesoros que nos ofrece en cuanto dejamos por un
tiempo nuestra búsqueda del fin.
Mañana seguiré buscando
metas y fines. Tomaré el autobús para ir a Madrid. Iré a Madrid
para llegar al colegio, llegaré al colegio para dar las clases y así de
meta en meta y de fin en fin... Pero has de saber que al mismo tiempo
y sin saber cómo, también seguiré aquí, paseando contigo por
estas calles llenas de misterios y olvidado para siempre de todas las
metas y los fines, sabiendo que un día, aquel que busca sus metas y
éste que camina sin fin se encontrarán sin buscarse mientras
doblan, por ejemplo, esta esquina.
(dedicado a R. porque sin
ella estos paseos no serían posibles)