Los animales no se
aburren porque, aunque recuerdan y esperan, carecen de la noción de
tiempo como intervalo vacío entre un principio y un fin. Nosotros,
en la medida en que sabemos de nuestro principio y nuestro fin desde cierta edad, percibimos el vacío del intervalo al cual
solemos llamar “vida” e intentamos llenarlo (¿qué podría
suceder si se pone en cuestión ese saber del principio y del fin?).
Pero leamos mejor a García Calvo:
“El que no haya tenido
tan siquiera la gracia de quedarse pensativo (y bien le disculparía
si envidioso al mismo tiempo) contemplando las andanzas de un gato,
calmosas, sigilosas, desapasionadas, de un cuarto al otro de la casa,
y otra vez del otro al uno, subiendo las escaleras de uno al otro
piso para volver a bajarlas tranquilamente, como señales evidentes
de no estar buscando nada ni de ir a ningún sitio, o bien mirando a
un asno plantado, delante de la cuadra, sobre sus cuatro patas,
mirando indiferente ponerse el sol, durante una hora, dos horas de
las nuestras, sin más movimiento que, lo más, una leve oscilación
del rabo o un lento rebuzno cada media hora, difícilmente podrá
entender qué es de lo que aquí tratamos.
Pero, si se ha parado a
pensar en eso, y lo ha comparado con la incapacidad casi absoluta de
la mayoría de los mortales para estarse ni tres segundos seguidos
sin tener que ir a buscar algo o dedicarse a alguna gestión con la
que entretenerse, o si no la encuentran, al fin caer dormidos, puede
que esté en camino de entender algo del misterio por la vía más
derecha.
Pues, si bien es cierto
que de lo que pasa en los animales no podemos, positivamente, saber
nada, y lo que pase por detrás de esos ojos le está vedado a
cualquier pensamiento que no sea demasiado deshonesto ni tiránico,
ello no impide que podamos discernir lo que no les pasa. Pues las
señas del aburrimiento entre nosotros no pueden ser más visibles y
estrepitosas: esa agitación vana y desmandada, ese apagamiento de
los ojos, ese tamborilear de los dedos cansinos y de vez en cuando
ese arquearse de los labios sin ganas de bostezar siquiera (síntomas
que, si se prolongan, y engrandecen, pueden dar en decisiones de
abrir otro parking subterráneo, de meterse con los esquíes en el
auto o de presentarse a Diputado por Tarragona, por hacer algo) esa
murria o desasosiego son señales evidentes de una impaciencia de que
pasen los minutos, son evidencia de que todo el tiempo les está
sobrando y no saben cómo quitárselo de encima.
Pues bien, de todos esos
síntomas, en los otros animales, nada. Y ¿cómo entenderemos esa
ausencia? ¿Es que carecen ellos de algún órgano superior de
sensación, que en nosotros funciona tan oficiosamente, y que por eso
no se dan cuenta de lo que pasa? Sí, evidentemente: les falta el
órgano de la sensación o sentimiento del vació: no saben sentir el
vacío, que a nosotros nos es al mismo tiempo tan sensible y tan
intolerable.
Eso nos dice bastante de
lo que no es y de lo que debe ser el Tiempo: no, ciertamente, nada
como “lo que pasa”, “la vida”, “el flujo de las
sensaciones”, sino más bien un intervalo entre hitos de una
continuidad istituída, un hiato (chaós, bostezo) entre un número y
el siguiente en la esfera o pantallita del reloj, entre la salida de
la oficina y la entrada en la oficina, entre el arranque del autobús
y la parada del autobús, entre la muerte prometida y lo que falta
desde aquí para llegar a ella. Ese vacío entre sucesos
significativos y computados es lo que era el Tiempo, del que nada
saben los otros animales.
Ni me importa tampoco
mucho averiguar hasta qué punto a los perros y demás se les puede
transmitir o contaminar la facultad de sentir el vacío y de
aburrirse. En todo caso, sólo los que saben su muerte son capaces de
sentir ese vacío”.
(García Calvo, Contra el Tiempo).