“Ya era tarde. Teníamos que marcharnos para llegar a tiempo a Betsaida. Cabalgábamos despacio por el camino que bordea el lago. Las aguas reverberaban por los rayos del sol. Las montañas se recortaban al fondo como pálidas sombras. Era un atardecer tranquilo y agradable.
De repente aparecieron los niños mendigos que habíamos encontrado en el puesto aduanero. Se habían cogido de la mano y nos cortaban el paso.
-¿Qué hacéis? -pregunté.-Jugamos a aduaneros.-Pues ¿qué frontera hay aquí?-¡Aquí comienza el reino de Dios!Empezaba a enojarme, pero me contuve. ¿Por qué no iba a dar gusto a aquellos niños? Así que seguí el juego.-¿Y qué hay que hacer para entrar en vuestro reino?Los niños se echaron a reír. El mayor de ellos dijo:-Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios.-¿Quién reina en vuestro Reino?-En ese Reino reinamos nosotros, los niños. A nosotros nos pertenece el reino de Dios.-¿Y qué hay que pagar como impuesto?-¡Danos algo de comer!-¿Eso es todo el impuesto que hay que pagar?-No hay otro reino en el que sea más fácil entrar. Sólo tienes que dar algo de lo que posees. Entonces ya formas parte del Reino.No sabía si todo aquello era juego o realidad. Dije:-¡De acuerdo! ¡Aquí tenéis mi impuesto para entrar en vuestro Reino!Les di dos hogazas de pan y un montón de fruta. Los ojos de los niños brillaban. Nos dejaron libre el camino.¡Ya podíamos pasar! Habíamos cruzado otra frontera”.
Gerd Theissen. La sombra del Galileo.