Érase una vez, hace mucho tiempo, un modesto carpintero llamado Jesús que vivía en el pueblo de Nazareth. Nazareth era una pobre y pequeña aldea olvidada en un extremo lejano del Imperio Romano, tan insignificante como lo eran sus habitantes. Jesús no destacaba entre ellos por su riqueza, por ser un gran carpintero o por su papel en la comunidad. Él sentía que allí, perdido en aquel rincón olvidado del mundo, no era nadie. Pero quería ser alguien, así que pensó cómo lograrlo y eligió estudiar para ser rabí, maestro. Si quería ser alguien como aquellos hombres sabios debería aprender a leer y a escribir, debería estudiar lenguas y los textos sagrados, y así lo hizo. Se dedico a ello con tesón y esfuerzo, ocupando en la tarea todo su tiempo. Los niños de Nazareth con los que antes jugaba querían acercarse a él, pero él, pasados unos minutos, los dejaba para volver a sus estudios y llegar a ser alguien. Una vez, cuando caminaba apresurado hacia Jerusalén para conseguir un libro en la sinagoga, se encontró con un hombre herido en el camino y abandonado a su suerte. Llevado por la prisa, curó su herida pero le dejó allí, avisando a las gentes del siguiente pueblo para que fueran a socorrerle. En otra ocasión, regresando a su casa con muchos pergaminos para estudiar, se cruzó con una prostituta a la que unos hombres iban a lapidar. Sin dejar de correr, pues no podía distraerse, gritó a los hombres que la rodeaban: ¿acaso estáis vosotros libres de culpa? Pero iba alejándose de ellos, de modo que ninguno llegó a escuchar todas sus palabras. Tras muchos años de duro esfuerzo e intenso trabajo aprendió a leer y a escribir en muchas lenguas, dominó los secretos de los textos sagrados y comenzó a ser reconocido por todos como un hombre sabio. Al llegar a la vejez, la fama de su nombre se había extendido por todo el país y desde muy lejos llegaban personas que lo buscaban para aprender. Por fin sentía que era alguien. Un día, cuando era ya muy anciano, enfermó y sus fuerzas le abandonaron. No sentía pesar ante la cercanía de la muerte porque había conseguido ser alguien. Cuando aquella noche notó que sus últimas fuerzas desaparecían y sus párpados se cerraban, escuchó una voz. -Jesús, Jesús... -dijo la voz-, te has pasado la vida buscando llegar a ser alguien y por fin lo has conseguido, pero siempre fuiste alguien desde que mi amor te nombró. Siempre has sido mi hijo bienamado, mi sueño hecho carne, el signo de mi alegría, clara y luminosa, presente entre los hombres. Siempre fuiste mis ojos y mis manos en este mundo, puestas en él para compartir y curar, para sanar y abrazar. ¿No me escuchabas en las voces de los niños, en el lamento del abandonado, en el temor de la perseguida? ¿Por qué no reconociste en su rostro mi rostro y en su presencia la mía? ¿Por qué creíste que no eras nadie? Pero ya no importa. Ha llegado el momento de descansar. Cierra los ojos tranquilo, mi hijo querido, mi sueño de amor. Y Jesús cerró sus ojos.