Aquí tenéis la magnífica entrevista sobre el lugar de la filosofía en la educación que nos hicieron los amigos de Radio Pinajarro, del IES Valle de Ambroz (Hervás), dentro del Proyecto Radio Edu, Julio Murillo y Antonio Rol.
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Aquí tenéis la magnífica entrevista sobre el lugar de la filosofía en la educación que nos hicieron los amigos de Radio Pinajarro, del IES Valle de Ambroz (Hervás), dentro del Proyecto Radio Edu, Julio Murillo y Antonio Rol.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Supongamos, además, que las motivaciones de estos ciudadanos, expuestas cortésmente por ellos (digo “cortésmente” porque no tendrían obligación de hacerlo), consistieran en opiniones, ideas o creencias científicamente infundadas, algo a lo que, en términos democráticos, no cabría hacer ninguna objeción (ninguna ley obliga a nadie a que sus creencias o principios tengan rigor científico).
¿Qué hacer en este caso? Un gobierno que, a diferencia del grueso de la población, se guiara por criterios más racionales o científicos, podría proponer alguna ley que obligara a anteponer dichos criterios en decisiones que afectaran a todos. Pero imaginen que la mayoría de los ciudadanos, o los políticos que la representan, rechazaran esa ley. Aquí acabaría, aparentemente, todo posible recorrido democrático.
Ahora bien, ¿debemos acatar siempre la voluntad popular, por irracional que esta sea? No se trata de una pregunta baladí: las naciones democráticas caen una y otra vez en derivas populistas tan políticamente legítimas como peligrosas. Los movimientos antivacunas, el patrioterismo nacionalista, la histeria en torno a los inmigrantes o el amplio catálogo de creencias conspiranoicas en torno al poder de élites secretas, son ejemplos más o menos recientes a considerar.
Las oleadas populistas obligan a los gobiernos a contemporizar con ellas o, en el peor de los casos, a ceder espacio político a demagogos que representen mejor el “sentir popular”. Y no hay constitución, tribunal o procedimiento moderador que nos libre de esto. Si la mayoría se empeña se puede modificar lo que haga falta, desde la Constitución a los propios procedimientos de modificación; sin que nada de ello deje de ser escrupulosamente democrático.
¿Qué hacer, entonces, frente a estas derivas populistas? De poco sirve endurecer la ley. Obligar a la gente a vacunarse (o a lo que sea), censurar “mensajes de odio” (o de lo que sea), reprimir movilizaciones o ilegalizar partidos políticos, son medidas contraproducentes y de dudosa calidad democrática, amén de peligrosamente reversibles. La única opción es, por tanto, la del diálogo. Si una parte de la ciudadanía hace caso omiso de lo que otra parte considera racional, no queda más que poner ambas partes a discutir. Por eso es tan importante que, en lugar de engordar al Estado con ilustrados comités de expertos que dirijan sabiamente a la opinión pública (con la pandemia, algunos insensatos han llegado a reclamar, incluso, una suerte de “vicepresidencia científica” con poderes ejecutivos), nos preocupemos de fomentar y dar cauce a ese procedimiento neto de legitimación democrática que son la deliberación y el diálogo ciudadano.
No hay ningún ser humano en ejercicio (sean cuáles sean sus creencias) que soporte vivir en la contradicción; bastaría, pues, con reducir sus ideas al absurdo para remover sus opiniones y obligarlo a un diálogo honesto y fructífero con sus vecinos. Dar una dimensión política y sistémica a esta solución “socrática”, en el marco de nuestras sociedades complejas, parece quimérico, pero no es imposible. Requeriría, eso sí, de mucho valor e imaginación. Los cambios tendrían que ser radicales. No solo – aunque sí fundamentalmente – en el ámbito educativo, sino también en el propio organigrama político, de manera que la deliberación pública tuviera un papel institucional realmente determinante. Un parlamento de ciudadanos elegidos parcialmente al azar y periódicamente renovados, y en el que la lucha por el poder careciera, por tanto, de relevancia, representaría, a este respecto, una fórmula a tener en cuenta.
Parece ingenuo, pero no perdemos nada por probar. Por lenta y arriesgada que pueda ser, sin una reforma de calado nuestras democracias estarán cada vez más cerca de desintegrarse en una proliferación de populismos insensatos y de demagogos dispuestos a capitalizarlos. No es que esta situación sea, en absoluto, nueva (en rigor, es un defecto congénito de la propia democracia), pero advertirla podría ayudar a algo que sí que sería históricamente sustantivo: ponerle remedio.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Que hayan sido los ejecutivos de Twitter los primeros en juzgar y castigar al presidente del país más poderoso del mundo, eliminando su cuenta en la red social y condenándole al ostracismo, da mucho que pensar. El propio director y fundador de la empresa, Jack Dorsey, ha calificado de peligroso el poder que corporaciones como la suya mantienen sobre la “conversación pública global”, algo que suena un tanto irónico si asumimos el control que las grandes plataformas tecnológicas (Microsoft, Google, Apple, Amazon, Twitter, etc.) tienen ya sobre la práctica totalidad de nuestras vidas.
A nadie debería escapársele que estas compañías son hoy el soporte estructural de la economía, la política, y la vida social y cultural, en prácticamente todo el mundo. No hay mediación simbólica, acción gubernamental, trámite administrativo o proceso social (trabajo, información, educación, consumo, ocio, interacción privada) que no se genere o circule, hoy, a través de los entornos y códigos digitales que tales compañías proporcionan. Todo depende hoy absolutamente de ellas, pero, fuera de ciertos cenáculos intelectuales, nadie parece alarmase especialmente por esto.
¿Qué explica este grado de conformidad? Una respuesta parcial es que los mismos movimientos de resistencia, por nimios que sean, están mediados por las propias plataformas tecnológicas. De hecho, no solo permitimos que estas gestionen con naturalidad la mayoría de nuestros actos privados, sino también todo flujo de información y contrainformación, opinión o acción política. No es solo Donald Trump el que gobierna hoy a través de Twitter: lo hace todo personaje, partido, grupo o institución con pretensiones de conservar o alcanzar el poder. Y de esto no están excluidos los elementos más revolucionarios, disruptivos o “antisistema”. Todos caben en el logaritmo de las redes y los buscadores; todos pagan su cuota de cesión de datos, y todos reciben la publicidad y el valor de capitalización correspondiente por parte de la oligarquía digital al mando.
De la abducción de lo político por los viejos medios de comunicación de masas, algo que tanta controversia generó en el siglo pasado, se ha pasado, pues, y en apenas cuarenta años, a la sustitución de lo real mismo (no solo lo político, también lo económico, lo social y lo cultural) por una red de entornos virtuales creados y controlados por un puñado de empresas tecnológicas. Las nuevas calles, plazas, negocios, escuelas, servicios, locales de ocio, asociaciones o instituciones, se encuentran, hoy, en esa red, y son sostenidas y controladas (cuando no directamente gestionadas) por emporios privados como los de Jack Dorsey. No solo se trata, pues, del poder de callar a discreción a la gente (al mismo presidente de los EE.UU., sin ir más lejos), sino de más, de muchísimo más.
¿Qué se puede y debe hacer frente a esta casi perfecta y descomunal confusión entre el interés común y privado? No es, desde luego, cuestión de nacionalizar Twitter o de intervenir a las compañías tecnológicas. Por peligroso que sea dejar a ciertas empresas el control del escenario global en el que vivimos, poco ganamos aquí con dar esa potestad en exclusiva al Estado. Es cierto que es en el mismo mundo virtual en que debatimos, comerciamos, nos informamos, educamos o entretenemos hoy, donde debemos reconstituir el espacio público robado, pero esta tarea debe estar fundamentalmente en manos de la ciudadanía. Si algo tienen de bueno las redes es la capacidad de habilitar una sociedad civil que, con solo una porción del inmenso poder de gestión y control que poseen las plataformas tecnológicas, podría tener mucha más relevancia social y política de la que haya podido tener nunca.
¿Cómo propiciar esta estructura civil? No es sencillo, pero a la vez es imprescindible, si es que no queremos que nuestros estados democráticos se conviertan en poco más que departamentos internos de las grandes corporaciones tecnológicas. Prestar regulación legal, formación y recursos básicos con objeto de facilitar el acceso generalizado a conexiones de calidad, promover el uso social de códigos de software libre o constituir plataformas (de gestión, educación, deliberación o participación ciudadana) de naturaleza no privada sería, todo ello, un buen comienzo. Desarrollar, a partir de ahí, un entramado digital de entornos estrictamente públicos (como son todavía nuestras calles, plazas o edificios estatales), eficaces y atractivos, democráticamente autorregulados, y libres de manipulación gubernamental, sería un reto aún mayor. Aunque el primer paso tenemos que darlo, insisto, los ciudadanos; como mínimo, para que ni Twitter ni nadie puedan cerrarnos la boca.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Se repite por doquier la versión más ramplona de lo ocurrido en el Capitolio de Washington. A saber: que hordas de fanáticos (locos conspiranoicosy neofascistas) manipulados por el (no menos perturbado) presidente Trump, ocuparon el interior del Capitolio con la intención de dar un golpe de mano y obligar a revertir el resultado de las elecciones. Increíble cómo llega a calar un mensaje tan simple (al mismo nivel, de hecho, de los que alientan a la “turba trumpista”) hasta en los medios y personas más sofisticadas.
¿Tan incorrecto es contarlo de otro modo? Por ejemplo: el pasado día 6, miles de ciudadanos, convencidos de la existencia de un fraude electoral generalizado, acudieron a la capital federal a presionar a sus representantes y apoyar a su líder político. Una vez allí realizaron una marcha de protesta hacia el Capitolio, en dónde, muchos de ellos, burlando a la policía, lograron penetrar en el edificio provocando graves disturbios (murieron cinco personas) antes de que la revuelta se disolviera y la gente se marchara a su casa.
¿Notan la diferencia? Por ejemplo: ¿quiénes eran – y a quiénes representaban – esos manifestantes? ¿Son todos los ciudadanos que votaron a Trump (casi 74 millones) una turba de locos supremacistas? Si es así, el país está perdido. Pero es obvio que no es así. Por poco que nos guste, gran parte del pueblo norteamericano (casi la mitad de los electores) apoya claramente a Trump. Y la mayoría no son neofascistas, sino demócratas, moralmente conservadores, convencidos de que la democracia está corrompida por las élites.
¿Que están todos engañados por la demagogia populista de Trump y su camarilla? Seguro. Pero esa idea no es democráticamente pertinente. Defender la soberanía popular no casa con la presunción de que la mitad de la ciudadanía es estúpida y manipulable. O una cosa o la otra. Considerar al Pueblo como la quintaesencia de la legitimidad democrática (cuando apoya nuestras ideas) y, a la vez, como un influenciable atajo de críos (cuando no las apoya), no es coherente (ni democrático).
¿Que no hay pruebas objetivas de fraude electoral? Eso es. Pero la objetividad es siempre un problema en democracia. Si millones de votantes están convencidos de que hubo fraude, y de que todo el sistema conspira para ocultarlo, están en su derecho, no solo de expresar su descontento, sino de promover una insurrección. El derecho del pueblo (y hasta del individuo) a romper con el derecho instituido cuando lo considera irreparablemente injusto es uno de los fundamentos de la democracia liberal, y, quizá, el elemento análogo, en el gobernado, a lo que representa el estado de excepción en el gobernante.
Dicho esto, ¿cómo puede resolverse democráticamente una crisis como esta? Primero, y menos importante (y eficaz): hacer valer el estado de derecho; la ley ha de caer con la contundencia debida sobre las cabezas de los rebeldes, empezando por el presidente (el derecho político a la rebelión tiene – obviamente – su contrapeso en el derecho jurídico a castigar al rebelde que fracasa). Lo segundo, y más importante (y eficaz): restaurar la confianza en el sistema en todos los millones de estadounidenses que han dejado de confiar en él.
Restaurar la confianza y la concordia es una tarea larga y complicada. Y lo último que se debe hacer para lograrlo es censurar las ideas del otro. Aunque las empresas de comunicación (Twitter, Facebook, etc.) tienen todo el derecho del mundo a censurar (de forma muy oportunista en el caso de Trump, de quien se han servido durante años) a quién quieran – para ello son medios privados y tienen la “línea editorial” que les apetece –, el Estado, sin embargo, no. En un Estado democrático no caben “ministerios de la verdad”, sino asegurar que cada ciudadano o grupo proponga el mensaje que le parezca oportuno para que los demás lo valoren libremente. Las “leyes mordaza” (y sus sucedáneos biempensantes, como las leyes contra la “incitación a la violencia y al odio”) conciben a los ciudadanos como menores de edad y promueven un peligroso precedente de control de la opinión pública (¿por qué no malinterpretar y censurar ese mismo artículo, por ejemplo, por ser “demasiado tolerante”con la violencia popular?).
¿Pueden minimizarse, en fin, los riesgos de la libertad sin acabar con ella? Por supuesto. Basta con disponer de una ciudadanía políticamente madura inmune a los demagogos. ¿Que cómo se logra todo esto? Con una sólida educación (ética y crítica) de los ciudadanos. ¿Y estamos en ello? No, en absoluto. Más bien todo lo contrario. ¿Entonces? Entonces es probable que la casi carnavalesca “toma del capitolio” del otro día (con sus armas y sus muertos a balazos – lo habitual en U.S.A –) no sea más que una tímida premonición de lo que está por venir.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Ahora que andamos con los propósitos de año nuevo, recuerdo aquello que me decía un talentoso profesor de ética en la Universidad. ¿Quieres saber cuál es el secreto de una vida feliz? – me preguntó un día mientras charlábamos después de clase –. Claro – le dije yo, esperando una prolija y sesuda explicación –. Pues el secreto – dijo – no reside más que en estar contento.
Aquel profesor no solía hablar en vano. Era tan bueno como exigente con sus alumnos (paradójicamente, no se contentaba con poco a la hora de evaluarnos). Así que me quedé pensando: no podía contentarme con esa respuesta tan simple.
¿Qué es eso de “estar contento”? No es solo conformarse con lo que hay, pues la expresión también denota alegría. El que está “contento” reprime o relega sus deseos (de otra cosa) pero, por raro que parezca, en ese estado de contención encuentra una suerte de alegre plenitud.
La contención de los deseos es una de las dos formas tradicionales de concebir la felicidad. La otra es la de desatarlos. La primera fórmula, haciendo una burda simplificación, es la que típicamente se atribuye a la teosofía oriental, y la segunda es la que, a grandes rasgos, nos define a los occidentales.
La concepción “occidental” de la felicidad es, desde luego, más ambigua y mestiza de lo que acabamos de decir (tal como la oriental, a poco que se profundice). Por ejemplo: si desde nuestra raíz más puramente griega la felicidad se entiende (no sin matices) en el marco de una moral inconformista dirigida al logro de metas y deseos, desde nuestra raíz más oriental o semítica esa ambición incontinente se entiende como el mal supremo. Esta ambigüedad aparece ilustrada, por cierto, en dos de los mitos mayores de nuestra civilización: el mito de la caverna platónico y el mito hebreo del Génesis. Así, si, según el mito platónico, hemos de abandonar la inocencia originaria – entendida como un estado de imperfección – para iniciar un inacabable periplo guiado por el eros (deseo) de todo lo bello, bueno y verdadero, lo debido, en el mito bíblico, es justo lo contrario: contentarnos con ese estado inicial (y edénico) que es la inocencia y reprimir la ambición (sobre todo la de saber y “ser como dioses”), so pena de incurrir en el peor de los pecados. ¿Qué hacer entonces?
Entregado al deseo, la situación del ser humano es trágica. Su afán de infinito se troca en un infinito afán siempre imposible de satisfacer; algo que no le ocurre ni a los animales ni a los dioses (los animales porque no saben todo lo que les falta, y los dioses porque saben que todo lo tienen); solo el ser humano tiene una noción del todo, siendo tan solo una parte y, por eso, no se conforma con nada. Una misteriosa intuición de lo perfecto que, lógicamente, no tiene nada que ver con este mundo, le impide contentarse con él. “Neti neti” (no es esto, no es aquello) repiten sistemáticamente los brahmanes hindúes ante cualquier intento de dar forma a lo divino. Nada es ni será nunca tan perfecto como soñamos.
Frente a este estado de frustración crónica que da el vivir a tenor de los deseos, el modelo moral oriental recomienda la contención, el “estar contento”. Esta concepción “zen” de la felicidad choca, sin embargo, con varios problemas. El principal es que niega nuestra entidad individual. Todo lo que particularmente somos (conciencia, historia, proyecto) y lo que asociamos a la vida (el movimiento, el amor a lo que nos falta, el anhelo de perfección, el deseo de “dejar huella”) son cosas ligadas al deseo. Si lo sustituimos por una serena y estática aceptación de “lo que es”, toda nuestra individualidad se desvela como vana – se desvanece –.
¿Qué hacer, entonces, para vivir como debemos y ser felices? ¿Eclipsarnos humildemente para dejar que sea lo que, sin distinción ni tiempo, es? ¿O intentar brillar, soberbios, en el empeño de realizar todo lo que particular y temporalmente podemos llegar a ser? ¿Callar o hablar? ¿Negarnos – para serlo todo –, o afirmarnos y tomar distancia – para pensarlo –? ¿La confianza o la duda? ¿Perdernos (o salvarnos) en Dios, o perdernos (o salvarnos) de él?
Claro que también cabe un cierto término medio: podemos contentarnos y aceptar esa incontinencia que trágicamente nos define, o, también, entender la continencia como un horizonte imposible pero eterna e incontinentemente deseado. Un horizonte que, al menos – y como aquella zanahoria del burro – nos haga sentir que vamos hacia algún lado, aunque, al fondo y en el infinito, todo sea siempre y en cada parte lo mismo. Menos es nada.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
San José Valdeflórez tiene nombre de cuento de Juan Rulfo. De pueblo levantado al furor expoliador de alguna compañía bananera, como aquella United Fruit Company que inmortalizara García Márquez en Cien años de soledad.
En San José Valdeflórez, a la sombra de la montaña que corona Cáceres, se pretende abrir un complejo minero, grande como una ciudad, a ochocientos metros de otra. Tan increíble como cierto. Es como si en lugar de Cáceres habláramos de la prodigiosa Macondo.
Sostienen mis amigos más enterados que la mina, se pongan los paisanos como se pongan, es ya prácticamente un hecho. La compañía australiana que lidera la empresa (la Infinity Lithium Corporation) amaga con lo mismo: sea por las buenas, sea a golpes en las mesas de la Comisión Europea, los despachos de Madrid o los tribunales competentes, el litio de Cáceres es suyo.
¿Y cómo es que algo tan arriesgado y novedoso como abrir un complejo minero a cielo abierto al lado de una ciudad les parece algo tan claro a algunos? ¿Será por los grandes beneficios que el proyecto promete a los extremeños? Lo dudo. A Vincent Ledoux, uno de los ejecutivos de la empresa, se le escapó, tiempo ha, que entre lo mejor de la mina estaba su cercanía a la carretera de Madrid; y al siempre informado Enric Julia le parecía – escribía hace meses – que el litio extremeño (que también daba por seguro) estaba pidiendo a gritos una gran fábrica de baterías en Barcelona. En cualquier caso, lo único cierto (promesas aparte y de momento) es que ninguno de los grandes proyectos industriales relacionados con la transformación de este mineral va a situarse siquiera en España.
Ahora bien, si no es por el desarrollo industrial, ¿a qué viene esto de construir un complejo minero alrededor de Cáceres, sacrificando una ciudad que vive de vender cultura, historia, sosiego, y un entorno natural aún bien conservado? ¿Será, acaso, por el empleo? Tampoco. La empresa prometió 195 puestos de trabajo y 25 años de actividad (luego, conforme a su estrategia de comunicación, las cifras han ido creciendo). ¿Pero cuántos de esos empleos serán para los cacereños y cuántos para obreros cualificados de la propia empresa? ¿Y cuántos se perderán, a cambio de los de la mina, cuándo, en lugar de “Cáceres, patrimonio de la Humanidad”, el eslogan para los turistas sea “Cáceres, la (segunda) capital europea del hidróxido de litio”? ¿Tienen ustedes esto claro?
Seguimos: si no es ni por el desarrollo industrial ni por el empleo, ¿por qué va a ser, entonces, tan imperioso abrir un complejo minero a dos mil metros del casco antiguo? ¿Será para luchar contra el cambio climático? Bueno: si fabricar millones de coches eléctricos fuera una solución, la cosa merecería pensarse. ¿Pero es una solución? ¿No será más bien una huida hacia adelante (amén de un gigantesco negocio para algunos)? ¡Lástima, por cierto, que no se haya encontrado litio en otras ciudades, para así darles también la oportunidad de sumarse a la “economía verde”! ¿Se imaginan a la Infinity Lithium presionando y ofreciendo las mismas baratijas a parisinos o madrileños para abrir una mina a dos mil metros de La Cibeles o la Torre Eiffel? Yo tampoco.
Acabamos. Si está claro que no hay nada claro, ¿cómo es que es tan seguro que la mina se vaya a hacer? ¿No se lo huelen ya? ¿Un gran yacimiento de litio en un lugar barato, pobre, medioambientalmente limpio, semidespoblado, y relativamente próximo a las factorías del norte de Europa? El negocio es de tal magnitud que es… innegociable.
Ante esta perspectiva, mucho van a tener que pelear el municipio y los vecinos de Cáceres. Más aún cuando la empresa (que ya vende acciones a tiro hecho) se ha asegurado el apoyo financiero de la UE, que acaba de incluir al litio en su lista de materiales críticos para el desarrollo. Parece que las nubes de polvo, los ruidos, el tráfico pesado, las montañas de escombros, o el uso masivo de químicos y de millones de litros de agua, son solo un pequeño precio a pagar por los cacereños para cuidar de los intereses de la industria automotriz europea.
Al menos, digo yo, alguien sacará una buena novela de todo esto. Una novela al estilo de las de Rulfo o García Márquez. Me la imagino: el gobierno sedado por una inyección de promesas y calderilla fiscal, la gente obnubilada por los anuncios publicitarios, y los ingenieros de la Infinity Lithium Corporation penetrando al fin, a lomo de sus máquinas, en San José Valdeflórez. Eso, y los consiguientes e inevitables cien años de soledad para sus vecinos. Puro surrealismo, que diría Garicano.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
España se ha convertido en estos días en la sexta nación del mundo en legalizar la eutanasia. Me enorgullezco de que este país – al que algunos lunáticos y revolucionarios de salón aún tachan de franquista o poco democrático – vuelva a colocarse a la vanguardia en el reconocimiento de los derechos individuales. Y me alegro, no menos, de que la ley española vaya a ser, como es frecuente, de las más garantistas del orbe. Ojalá todas las decisiones socialmente relevantes – votar, presentarse a unas elecciones, ser funcionario, tener hijos… – se sometieran al mismo grado de control y rigor que esta de ayudar a un ciudadano a morir con dignidad y sin sufrimientos innecesarios.
El “garantismo” de las leyes (y la burocracia que inevitablemente lo acompaña) es, junto a la educación ética y ciudadana, la mejor barrera de contención de los excesos democráticos, sean en su versión liberal o en su versión más populista o “asamblearia”. En el caso de la eutanasia (y otros parecidos) nos protege, entre otras cosas, de los efectos que puedan derivarse de prejuicios y creencias irracionales. Valga, por ejemplo, la idea (compartida por liberales y parte de la izquierda) de que tenemos una suerte de irrestricto derecho “natural” sobre nuestros cuerpos.
¿Es mía y solo mía mi vida orgánica o cuerpo, de manera que pueda hacer con él lo que quiera (transformarlo, mutilarlo, sacrificarlo…) y exigir o adquirir la ayuda de los demás para hacerlo? ¿Debería poder solicitar asistencia para, por ejemplo, quedarme sordo o parapléjico (se han dado casos) o para suicidarme, sin más pretexto que la expresión de mi soberana voluntad? Creo que en esto, como en otras cosas (los cambios de identidad de género, la oposición a las vacunas…), se están adoptando, sin la suficiente reflexión, los presupuestos teóricos del liberalismo más irracional.
Analicemos, por ejemplo, la extensión del principio liberal de propiedad a la idea de que nuestra vida es nuestra no más que por “tenerla”, o por haberla usado un número reglamentario de años. De un lado, está claro que mi cuerpo o vida orgánica forman parte de esa esfera de lo “propio” que identifico primariamente con mi persona. Mas, de otro lado, y aquí nos apartamos de la tendencia de opinión vigente, ni mi cuerpo ni mi personalidad son posibles, ni tienen sentido, fuera del contexto social al que pertenecen: los seres humanos somos seres netamente sociales, y son los demás los que, además de darnos la vida, nos hacen ser como somos, prestándonos un lenguaje y un sistema de referencias simbólicas que, interiorizados, representan el germen de nuestra propia conciencia y dignidad; por ello, el uso de la propiedad de uno mismo se debe, también, a los otros, y ha de ser validada (justamente) por ellos, hasta el punto de que, en ciertas circunstancias (inmadurez, incapacidad, locura, delito), es y debe ser limitada y sometida a control.
La otra pata ideológica del presunto derecho irrestricto a “hacer lo que quiera con mi cuerpo” es cierta idea (igualmente liberal) de libertad como simple ausencia de obstáculos a una voluntad deseante que no necesita justificarse, ni siquiera ante sí misma. Una concepción de libertad esta, tan tiránica como autocontradictoria, pues del hecho de que se exhiba una gran voluntad de poder (y se haga lo que se quiera) no se infiere que se tenga poder sobre la voluntad (y se sepa y decida lo qué se quiere hacer). Solo es realmente libre aquel que sabe y domina las ideas que le mueven a querer. El que solo hace lo que quiere no es más que un esclavo caprichoso.
Así que sí, usted puede hacer con su vida o cuerpo lo que quiera (faltaría más), pero, en la medida en que es un ser social y afecta, con su conducta, a sus congéneres, conciudadanos, deudos y afectos, la ley debe asegurarse de que, en sus decisiones más trascendentales, disponga de la plenitud de conciencia y la capacidad crítica suficiente para comprender y explicar los motivos de lo que hace, así como de la madurez y la virtud suficiente como para actuar con la suficiente responsabilidad, tanto para consigo mismo como para con todos los seres que configuran esa extensa y compleja red social de la que participamos y por la que nos co-pertenecemosunos a otros.
Si la libertad es, en fin, para quién sabe, la propiedad, incluyendo la de la propia vida, debería ser para el que la merece. Y, tal vez, no todos merecen o pueden poseer y decidir en el mismo grado, ni siquiera sobre sí mismos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
¿Cómo juzgar correctamente al prójimo? En la vida diaria no solemos preocuparnos de esto (al prójimo lo despellejamos sin más). Pero cuando se es juez de oficio, aunque sea de calificaciones escolares, la cosa se complica. Más aún si el que califica es profe de filosofía.
¡Jo, profesor! – me dicen los alumnos—. ¿No podrías contarnos cómo nos vas a evaluar y ya está? Pero a ver – les respondo –, ¿qué pensaríais de mi si, tras daros la vara con aquello de que el filósofo lo cuestiona todo, os impusiera ahora unos criterios de evaluación, así, porque sí? ¡No es porque sí, sino porque lo dice la ley! – saltan unos cuantos –. Bien. ¿Y qué pensáis? – les replico – ¿Hay que cumplir siempre la ley, o solo cuando nos parece razonable o justa?
¡Siempre hay que cumplir la ley! – afirma mi alumno más kantiano – ¡Si no, sería un desastre! Tal vez – le digo yo –. Pero cumplir con la ley no quita para que podamos discutir sobre ella. A ver – les pregunto –: ¿a quién sería justo poner mejor nota, al alumno que apenas trabaja, pero demuestra ser muy competente, o al que se esfuerza lo indecible pero solo obtiene resultados mediocres? ¿Qué debemos premiar más: el esfuerzo o el talento?
Una concepción de la justicia “liberal” (empieza el rollo, lo veo en sus caras) insistiría en que la calificación del alumno dependa, fundamentalmente, del reconocimiento de su competencia individual (el que vale, vale). Pero otra, más ligada a las virtudes públicas, querría valorar también ciertas propiedades morales (que el alumno trabaje, se porte “bien”, etc.). ¡Pero la moral es una cosa privada de cada uno! – dirían los “liberales”, para los que la misión de la escuela se reduce a hacer al alumno competente y competitivo –. Invectiva ante la que los “moralistas” contraatacarían afirmando que los mediosimportan tanto como los fines, y que virtudes como la honestidad o la constancia son fundamentales para que cualquier empresa o sociedad funcionen.
Analicemos ahora una segunda cuestión. Supongamos – les digo de nuevo a mis alumnos – que tuviera información objetiva de vuestras circunstancias familiares y personales (si contáis con tiempo y ayuda para estudiar en casa, si sois ricos o pobres, si sufrís de violencia o de alguna enfermedad o discapacidad grave…). ¿Debería todo esto condicionar mi calificación?
De nuevo asoman aquí dos concepciones distintas de lo que es “justo”. La más “liberal” abogaría, otra vez, por considerar de forma abstracta el rendimiento del alumno; al fin y al cabo – se dirá – gran parte de las desigualdades son inevitables (hay alumnos “más cortitos” que otros, se oye decir en las sesiones de evaluación). De otro lado, una concepción más social y equitativa de la justicia defendería que todas las desigualdades sean corregidas o compensadas, dando, por ejemplo, más facilidades para obtener buena nota a los alumnos con mayores dificultades para lograrla.
Estos enfoques, pueden, por cierto, cruzarse. Una teoría, por ejemplo, socio-liberal de la justicia, buscaría compensar las desigualdades entre alumnos, pero daría más valor, en la evaluación, al talento (y no a las virtudes morales). Y otra, de corte liberal-conservador, se despreocuparía de las desigualdades, pero sí que evaluaría ciertas virtudes en el alumno (que sea modosito, disciplinado, etc.). En regímenes totalitarios encontraríamos concepciones de la justicia (y de la evaluación del prójimo) en las que se mezclarían el enfoque social y el moral en su sentido más fuerte, de forma que, además de paliar las desigualdades (y, de paso, las diferencias, como cuando se viste a los niños – o a los ciudadanos – de uniforme), se evaluaría la fidelidad ciega de los alumnos a valores y virtudes (su amor a Dios o al líder, su patriotismo, su espíritu revolucionario…), o la estricta adecuación de su talento a los objetivos marcados por el Estado.
Vale – me cortan los chicos –. Todo eso está muy bien. ¿Pero cómo vas a evaluarnos tú? No lo sé – les confieso –. Por un lado, me debo, como decís, a los criterios que impone la ley. Pero, del otro, no dejo de darle vueltas. ¿Qué ignorante osadía es esta de juzgar a los demás? ¿No debería juzgarse, en todo caso, cada uno a sí mismo? El único examen importante es el examen de conciencia, decía el sabio Sócrates. Así que – acabo – preguntaos que queréis realmente ser y hacer, y si os habéis acercado más o menos a esa meta tratando de filosofía (o de matemáticas, historia o lo que sea) durante estos meses. En último término, ¿qué otra cosa puede ser lo justo o buenosino aquello que uno mismo reconoce como tal?
No falla. Siembras en una conversación el tema del idioma, y afloran, al instante, las idioteces (fíjense que idioma e idiotezcomparte raíz). Has estado, quizás antes, señalando la luna (mencionando temas infinitamente más importantes) y ni flores; pero basta con que muevas un poco el dedo con el que señalas, para que comience la batalla dialéctica.
¿Por qué, a veces, genera más entusiasmo el asunto del “cómo” decimos las cosas que lo “que” propiamente decimos? ¿A qué esta adoración fetichista por el idioma en que uno habla y piensa? ¿Qué es esto de que las lenguas tengan derechos y hayan de ser conservadas o protegidas mediante la imposición, nolens volens, de políticas lingüísticas? Son varios los argumentos, y están anudados como en una red ideal para capturar incautos.
Uno de ellos es la tesis de que el idioma que uno habla configura su manera de pensar y ver el mundo. Esta teoría, por popular que sea, jamás ha sido demostrada. En la era moderna fue sostenida por los filólogos románticos alemanes del XIX, para los que el idioma era parte sustancial del “Volksgeist” o “espíritu del pueblo” (idea tan querida por nazis y fascistas de todo signo), y tuvo su correlato científico en la más que refutada hipótesis Sapir-Whorf, que ya solo sirve para inspirar películas de marcianos (La llegada, de D. Villeneuve; no se la pierdan).
Más allá de los experimentos que la desdicen, la popular (e intuitiva) idea de que por hablar un idioma distinto piensas (y eres) distinto, es impugnada por el hecho recurrente de la traducción. ¿Son inconmensurables los idiomas? ¿Es imposible traducir un texto, por ejemplo, del mandarín al vasco? – se preguntan desde hace decenios los filósofos del lenguaje –. Pues según lo que se entienda (tanto en mandarín como en vasco) por traducir. Si “traducir” quiere decir trasvasar un concepto o significado de un significante a otro, la traducción es siempre razonablemente posible. Es obvio que nunca será exacta y que siempre supondrá un acto de “recreación” del traductor, pero es que esto también pasa en el seno mismo del idioma. Entender a alguien, incluso en tu misma lengua, supone un ejercicio de traducción por el que captas lo (que tu supones) esencial de un mensaje, obviando parte de las innumerables connotaciones con las que probablemente se emite. Este mismo proceso “selectivo” gobierna de igual modo la memoria o el pensamiento (escuchar, decir, memorizar o pensarlo todo, es, por definición, imposible; acuérdense del pobre Funes, el antológico personaje de Borges).
Si la inconmensurabilidad entre lenguas es impensable (el que cree que no se puede decir en chino lo mismo que en vasco ha de poder pensar la misma cosa en ambos idiomas, aunque sea para negarla en uno de ellos), ¿qué es lo que mantiene viva la tesis terraplanista de que por hablar distintos idiomas pertenecemos a mundos culturales distintos? Pues es claro: el fetichismo en torno al idioma es un “arma de construcción masiva” de esa “unidad de destino en lo particular” que es la nación.
A diferencia del habla, el idioma es una institución política, cuyo objetivo no es solo establecer estándares de comunicación en un determinado territorio, sino también asignar un marchamo de pertenencia al grupo enraizado en la creencia de que tu misma identidad personal (tu carácter, tus ideas) depende de que “cómo” digas las mismas cosas que dicen (de otro modo) los demás seres humanos.
Así, es obvio que las medidas de inmersión en lenguas autóctonas (como en catalán o euskera) no solo obedecen a criterios culturales – como la preservación de determinada lengua –, sino, sobre todo, al objetivo, no disimulado, de hacer “distintivo” lo distinto y marginar (o someter) al que no habla como “nosotros”, imponiendo la abstracción política del idioma sobre el concreto derecho de la gente a hablar, comunicarse o aprender en la lengua que quiera, más aún si esta es su lengua materna y forma parte de las lenguas cooficiales de un Estado.
Preservar por la fuerza un idioma o cualquier otra tradición es una idiotez supina. ¿Se imaginan que obligasen a los andaluces a escuchar flamenco o a los extremeños a comer migas para “preservar el patrimonio cultural”? Los idiomas viven y mueren (el catalán o el castellano viven, por ejemplo, gracias a la muerte del latín), y no son ellos los que deben imponerse a las personas, sino las personas las que deben imponerse a ellos, pensando y hablando (no importa a través de cuál) para una comunidad idealmente cosmopolita, diversa y formada en el espíritu de concordia y diálogo. El logos, decía el viejo filósofo Heráclito, es uno, ya se sueñe en finlandés o suajili. No seamos idiotas y despertemos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Lo confieso: me encantan los malos. Al menos en la ficción (eso ayuda). Me embolico con las pelis y las series de narcos, mafiosos y tunantes de toda calaña. Siento una enorme simpatía, cuando no admiración, por los grandes capos, los magnates de la droga, las familias dedicadas al crimen organizado, los pistoleros crepusculares, los caníbales refinados y los sicarios posmodernos. ¿Qué me pasa?
He de añadir que los malos que me gustan son malos de los buenos, y poco tienen que ver con ningún bandido justiciero, simpático timador o ladrón de guante blanco. A los antihéroes que yo me refiero – queridos monstruos como Tony Soprano, Michael Corleone, Walter White, Frank y Claire Underwood… – les da igual aplastar lo que sea y a quién sea con tal de acrecentar su poder y su riqueza, un deseo que apenas disfrazan (cuando lo hacen) como interés por los “suyos” o como natural “adaptación al medio”. ¿Por qué, entonces, los amamos? ¿Por qué nos revienta que los pillen o que se desmorone su imperio? ¿Por qué seguimos el culebrón de sus vidas con el mismo entusiasmo con el que roncamos viendo Gandhi o Cuento de Navidad?
Empecemos por disolver un equívoco importante: no hay en esto ninguna “fascinación por el mal”. Es imposible que nos fascine nada que no nos parezca realmente bueno, por más que, a la vez, lo tildemos explícitamente de malo. Qué le vamos a hacer, no siempre estamos de acuerdo con nosotros mismos. Eso sí: convendría hacer terapia filosófica y reconocer los valores que encarnan todos esos magníficos desalmados. A ver si así nos aclaramos.
El primero de estos valores es el del poder. Es evidente que, a todos, por más que disimulemos, nos atrae imperiosamente el poder. No solo por la supremacía y los privilegios que promete, sino por algo más profundo. El poder designa la capacidad para conformar el mundo a la horma de nuestros deseos. ¿Y quién no quiere eso? En este sentido, la admiración que provoca el poder es independiente de para qué se use. El poderoso seduce por poderoso, ya se trate del Papa o de Hitler, de Dios o del diablo.
Otro valor indudable de estos malvados antihéroes es su talento. El “malo” no solo tiene poder (antes de que, por exigencias del guion, lo pierda o se le arrebate), sino que lo tiene gracias a su inteligencia, penetración, conocimiento del medio, dotes sociales, inventiva y hasta eso que ahora llaman “inteligencia emocional”, por la que es capaz de reconocer y controlar emociones propias y ajenas. ¿No es para admirarlos?
Y no es solo eso. Frente al simple y maniqueo representante del “bien” (el policía obcecado, el fiscal justiciero, el político incorruptible), el antihéroe típico de las series (parece proliferar, por razones varias, en este formato) exhibe un discurso ético más complejo y ambiguo, y, por ello, más familiar al de un espectador inteligente. Si hacemos abstracción de la ley (y de los artificios estéticos y narrativos), el “malo” llegar a ser, en ocasiones, no solo ejemplo de emprendimiento económico, sino también moral: un carismático creador, a lo nietzscheano, de su propio sistema de valores. Es por ello que goza, en la imaginación del público, de una vida sublime, tal vez breve (la moraleja obliga), pero emocionante y lúcida como pocas.
Otros valores que, en la ficción, suelen hacer buenos a los malos son el valor, la honestidad consigo mismos, la autoestima, y la resilienciacon que se enfrentan a un sistema (el Estado, los grandes “poderes fácticos”) que, en general, es bastante más poderoso, corrupto y despiadado que ellos. En muchos casos, el narco o el mafioso encarnan descarnadamente el mito liberal del miserable que sale de la nada y lucha sin rendirse por llegar a lo más alto, o el relato análogo del burgués enriquecido que busca redención mediante el ascenso social.
¿Quieren ustedes, en fin, educar moralmente a alguien (a sus hijos, a sus alumnos o a sí mismos)? Pues olviden esa ñoñería de los valores cívicos y reflexionen acerca de lo que nuestra cultura realmente aprecia: el poder, la inteligencia, la autoafirmación, el emprendimiento, la competitividad. Las películas, las series televisivas, los videojuegos son un filón extraordinario para hacerlo. A ver si tienen ustedes lo que hay que tener – argumentos éticos – para proponer(se) algo mejor (para soñar) que ser como uno de esos magníficos y hobbesianos lobos de las películas. No es fácil. El poder y la gloria están de su parte. También, me temo, en este otro lado de la realidad. ¡Malditos sean!
El miedo es una emoción tan polifacética y repleta de matices como lo es el abanico de estímulos que puede llegar a provocarlo. Existen todo tipo de miedos, y podemos tener miedo de casi todo, incluso de no tenerlo y de cometer, así, cualquier temeridad o locura. Sin embargo, pese a su aparente complejidad, su concepto es bien simple. El miedo, sea cual sea, supone siempre lo mismo: la anticipación imaginaria de un dolor. Tenemos miedo a todo aquello que creemos ligado, por principio, experiencia (vicaria o real) o instinto, a un posible dolor, sea este físico, psicológico, moral o metafísico.
Además de la asociación con el dolor, hay en las cosas temibles dos propiedades que incrementan significativamente su pavoroso efecto. Una es su aleatoriedad o imprevisibilidad, causante de ese temor supersticioso a la mala suerte que nos atenaza con tanta frecuencia (y que, según algunos, está en el origen de lo religioso). La otra propiedad, más honda y comprensiva, es la alteridad: cuanto más otro o extraño nos parece algo, más miedo nos da. La razón es que lo más extraño es también, en última instancia, lo más inhumano. Y todo lo que no se deja humanizar (el extraño movimiento o forma de una criatura, la inmensidad impenetrable de la jungla o el océano, el poder ciego y apabullante de una máquina, la conducta de un loco…) podemos imaginarlo como una amenaza, esto es, como causa (objetiva o fantástica) de la rotura o descomposición de nuestro ser. En el extremo, lo completamente metamórfico, lo radicalmente informe, lo monstruosamente carente de pies y cabeza, lo absolutamente oscuro, indeseable, inimaginable, imprevisible, incomprensible e irrepresentable, representa, a la vez, lo más terrible e inhumano.
Consciencia anticipante del dolor, aleatoriedad y alteridad son, pues, los tres componentes esenciales de aquello que nos da miedo. ¿Hay algún objeto en que se den todos ellos, a la vez, de forma culminante? Es un tópico contestar a esta pregunta con la alusión a la muerte. Parece lógico, dado que la muerte está asociada al dolor de la agonía y la despedida, a lo imprevisto de su acontecimiento, y a lo completamente extraño e incomprensible del tránsito a la nada. Pero también podríamos señalar a la vida, que es dónde realmente se da el dolor, el mal no previsto, y la más angustiante de todas las alteridades, que es el absurdo o sinsentido con que experimentamos la propia existencia.
¿Qué da más miedo, entonces, la vida o la muerte? Para algunos filósofos es la muerte, esa otredad que, en tanto absoluta, es lo que, paradójicamente, proporciona a la vida un valor igualmente pleno. Para otros, es la propia vida la que, absurdamente abocada a la muerte, nos condena a esta pasión inútil, meramente deportiva, de hacer por significarnos a la vez que nos deshacemos, insignificantes, en el tiempo.
¿Qué hacer cuando el miedo nos invade y bloquea desde esos dos extremos, el de la vida y la muerte? Como enfrentar esa doble desolación o fatiga. Pienso, por ejemplo, en las personas más expuestas a los efectos de la pandemia que copa nuestro presente. O en aquellas otras, víctimas de desgracias mayores, que atraviesan el mar sobre una tabla buscando refugio. En los dos casos, al miedo a una muerte probable se suma el temor a una vida en que lo más entraño (la familia, los amigos, la tierra que se pisa, el sosiego, el juego…) se ha tornado extraño, lejano, hostil, sospechoso. Trocar lo entrañable en extraño es un recurso habitual de la literatura o el cine de terror, pero en esto, como en todo, la realidad supera, desgraciadamente, al arte.
El único modo de vencer el miedo es, en fin, el conocimiento. La mera acción, o la voluntad impulsiva de vencerlo, son una temeridad; la fe en un dios protector, una regresión peligrosa; la negación, la evasión y el entretenimiento, una patética huida hacia adelante. Solo si conocemos las causas objetivas del dolor propio y ajeno, aprendemos a prever lo imprevisible y buscamos con denuedo el conocimiento, podremos dominar el miedo y a aquellos que lo difunden en provecho (y alivio del suyo) propio. Filosofar, atreverse a pensar el mundo, deshabitándolo de lo azaroso, extraño y alienante, es la condición necesaria, y hasta suficiente, para transformarlo.
Para más inri, ese mismo jueves se vuelve a debatir en el Congreso si debe o no debe haber una materia de filosofía ética en la educación obligatoria. La ministra Celáa sigue obcecada en saltarse el acuerdo unánime del Parlamento (que votó recuperar las materias de filosofía suprimidas por el infausto Wert) y seguir prescindiendo de la ética. Nosotros, los estudiantes, y la mayoría de los partidos (incluyendo sectores muy destacados del PSOE), defendemos que esas dos escasas horas semanales dedicadas al análisis filosófico de los problemas éticos, e impartidas durante el último curso de la secundaria, son fundamentales para el alumnado.
Así que ya ven. Legislatura tras legislatura, ministerio tras ministerio, hay que volver a explicar a los políticos lo necesario de la formación ética y filosófica, lo bueno de mostrar a los alumnos que el rey (las ideas dominantes, la cultura, la ciencia, el régimen, el imaginario común) está desnudo, lo oportuno de adquirir el hábito del diálogo y el pensamiento riguroso sobre asuntos trascendentales, lo interesante de conocer, analizar y cuestionar las ideas que nos amueblan la cabeza. Y, sobre todo, lo conveniente de desarrollar en los jóvenes la competencia para formular sus propios juicios morales y políticos, e inmunizarlos, así, contra virus más peligrosos y descontrolados que el del COVID-19: los de la demagogia, la manipulación y el adoctrinamiento.
Nuestros actuales gobernantes, aquí, en Extremadura, lo entendieron perfectamente. Si se parte de la idea de que todo se arregla, fundamentalmente, con educación, no se puede, a la vez, mantener a machamartillo la concepción tecnocrática y neoliberal de la misma que, tras el eufemismo de la “modernización educativa”, viene erosionando nuestra sociedad desde hace más de treinta años.
No se puede ir por ahí diciendo que la clave para acabar con la corrupción, el machismo, la violencia, la insolidaridad, el fanatismo, el fascismo y mil cosas más, es la educación, y luego obsesionarse con reducirla a instrucción profesional, formación científico-técnica para salir bien parado en los informes internacionales y, a lo sumo, y como detalle decorativo, una hora de formación en valores constitucionales impartida por el primer profesor que la necesite para cuadrar su horario laboral.
Yo no sé si alguna vez lo han pensado, ¿pero de verdad confía alguien en convertir a nuestros jóvenes en ciudadanos y personas lúcidas, críticas, libres, comprometidas y justas, enseñándoles únicamente trigonometría, los ríos de España, o la estructura del sintagma nominal (con todos los respetos para estos conocimientos), más una hora a la semana, en algún curso perdido, de Derechos Humanos?
La educación es otra cosa. Y poco tiene esto que ver con organizarla en materias o en “ámbitos competenciales”, usar más o menos tecnología, o reconvertir a los profesores en innovadores coaches para el entrepreneurship. Educar personas consiste fundamentalmente en invitarlas a un proceso honesto, crítico y coparticipado de convicción mutua. Sin convicción el aprendizaje es nulo. Y sin argumentación la convicción no existe. ¿Quieren educar a animales racionales? Razonen con ellos, hasta el fondo, esto es, hasta los fundamentos filosóficos de cada idea, ciencia, valor, deseo, emoción o acción moral. Penetren de filosofía la educación. Enseñen a la gente a analizar racionalmente su conducta. Atrévanse a dejar que los alumnos piensen y valoren por sí mismos. Una sociedad libre, cohesionada y justa – si es eso lo que de verdad se pretende – solo se puede construir desde el estímulo temprano y constante del pensamiento autónomo, el análisis crítico, y el diálogo incesante con los demás. Es decir: desde la filosofía y esa versión “práctica” suya que es la ética.
Ahora, que sea yo quién diga todo esto está feo. Piénsenlo ustedes. Filosofen sobre la necesidad o no de enseñar a filosofar a los jóvenes. Y, por favor, explíquenselo después a los políticos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Soy un republicano escéptico, y más por tradición – como la propia monarquía – que por convicción. En esto no las tengo todas conmigo. Y cuando escucho a mis amigos de izquierdas, menos. En la mayoría de los casos, su entusiasmo republicano no tiene mejores argumentos que la añoranza por la II República, una notable confusión conceptual entre “república” y “republicanismo”, y el simple rechazo, más temperamental que racional, de la monarquía.
La añoranza por la II República es comprensible. Lamentamos todo lo que se perdió con ella – una oportunidad de oro para regenerar y modernizar este país –, y odiamos con saña a aquellos que la cercenaron y sepultaron (entre ellos, muchos conspiradores monárquicos). Pero esto no es una razón. Menos aún si con ello se pretende comparar la monarquía que encarnaba Alfonso XIII (con ribetes aún absolutistas) con las actuales monarquías constitucionales.
Pero el mayor error de mis amigos antimonárquicos es el de confundir “república” con “republicanismo”. Una “república” moderna es una forma de organizar el Estado (en la que el máximo cargo institucional, a veces sin poder ejecutivo, es un presidente electo – en lugar de un monarca –), y el “republicanismo” es una doctrina política identificable, en general, con la defensa de lo público, el respeto al estado de derecho y la efectiva participación de la ciudadanía en el poder. Lo uno no implica a lo otro, en ningún sentido. De hecho, parte de los estados europeos más “republicanistas” y/o de mayor tradición democrática, son monarquías (Suecia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Reino Unido), y parte de las “repúblicas” de nuestro entorno (países del este, EE.UU., Italia…) abrigan regímenes totalitarios, gobiernos ultraliberales y/o democracias estructuralmente corruptas. Por ello, afirmar que la instauración de una república es condición, incluso suficiente, para dar un giro hacia políticas sociales, de izquierda, o más democráticas, en nuestro país, es, cuando menos, de una ingenuidad temeraria.
Otro argumento en contra de la monarquía es el de subrayar la irracionalidad o incongruencia que supone que el acceso a la Jefatura del Estado sea hereditario, y no por votación o consenso. Este razonamiento es muy débil. En primer lugar, porque la monarquía no es más irracional de lo que lo son la propia institución – y la mayoría de las instituciones – de un país (empezando por la delimitación de sus fronteras), casi todo ello fruto – como la propia monarquía – de tradiciones y veleidades históricas. En segundo lugar, porque la misma democracia se funda en principios sustancialmente irracionales (de entrada, en la asunción de que el voto – por encima de cualquier consideración racional – es la forma legítima de tomar y validar decisiones políticas). Y, en tercer lugar, porque la monarquía constitucional se erige, en Estados como el nuestro, en razón a consideraciones políticas que, al menos, hay que entender antes de desechar. Veamos esto último.
En un régimen democrático, justo por estar fundado en la fuerza (la de las mayorías sobre las minorías), se precisa de referencias, si no racionales, sí libres, al menos, de la lucha partidista y el vaivén de la opinión pública. Para ello no bastan la prolijidad de los procedimientos deliberativos (algo que suele acabar convirtiéndose en simple burocracia), ni la potestad de los jueces, igualmente sometidos, en parte, a la lucha política (como podemos observar, ahora mismo, en la contienda por la presidencia en EE.UU). Se requiere, además, de una institución con fuerte carga simbólica que encarne y salve al Estado más allá de la guerra constante entre grupos de poder. ¿Podría jugar este rol un presidente de la república elegido en las urnas e ideológicamente marcado? Dado el cainismo político de este país, me resulta difícil imaginar que algo así pudiera funcionar.
Ahora, ¿significa todo esto aceptar, sin más, la monarquía? No. Significa que, de momento, tenemos asuntos más importantes entre manos. Por ejemplo, el de la reforma educativa; asunto del que depende que podamos confiar efectivamente en la soberanía de una ciudadanía madura, cargada de razones y libre de mitos y de reyes.
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No sé, por cierto, a quién se le ocurrió esa espantosa y orwelliana consigna de “nueva normalidad”. Si su intención era tranquilizarnos, erró del todo: ni lo normal es sinónimo de bueno, ni embozar la boca es normal en ningún sitio (en que no sea habitual marginar, secuestrar o ejecutar a la gente). “Normal” proviene de “norma”, una de cuyas acepciones es la de “ley”; la “nueva normalidad” es, simplemente, “lo que estamos obligados a hacer por ley”.
Decía el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han que, habiéndose acostumbrado desde el principio de la pandemia a ver embozados a sus compatriotas, la boca destapada de los europeos le parecía algo casi obsceno. Tal vez, y como al etólogo Desmond Morris, le pareciera que la boca humana, con sus carnosos, rojos y sobresalientes labios, fuera una suerte de imitación del sexo (el femenino, según Morris). Para mí, sin embargo, la boca está más ligada a lo espiritual que a lo carnal o, al menos, a una suerte de puente entre ambos mundos (el “labio de arriba el cielo, y la tierra el otro labio”, decía el poeta Miguel Hernández).
Con la boca empezamos a llorar y exhalamos ese último aliento que los antiguos llamaban ánima. Y, por el camino, hablamos. La boca es el órgano de la palabra y la razón, de la más viva, que es la que surge, como metal sin cristalizar aún, del diálogo que lo es. Por ella descubrimos nuestro interior y con ella desvelamos – o eso decimos – el mundo. Decía Joseph Campbell que la boca no suele estar entre los rasgos con que, en eras primitiva, se dibuja la cara. Tal vez sea porque es el ángulo ciego originario de toda otra representación. Con los ojos vemos (lo superficial), pero solo por la boca sabemos lo que vemos. Por eso, para conocer algo (no digamos a alguien), hay que hablar, o dejar que hablen. Si Dios, o el logos – como creen filósofos y científicos –, creo el mundo hablando – dando forma o fórmula a las cosas –, antes, o a la vez, tuvo que existir una boca, siquiera mística.
La boca es, también, el lugar del encuentro, la comunión, la identificación con lo/el otro, para hacer un yo más grande, más pleno y menos solo, que es todo el objetivo de nuestra existencia. Desde el acto de respirar, beber o comernos el mundo, hasta el más sublime de comprenderlo (esto es: hablarlo con la boca del alma), pasando por todas las fases intermedias (de la esgrima tibia del beso a la etérea del diálogo), la boca es el órgano con el que buscamos unirnos a lo que aún no somos. Se puede amar sin ojos, sin manos, sin sexo, sin voz audible, pero no sin boca, sin habla. Sin habla es imposible la identidad, ni con lo(s) demás, ni con uno mismo – esa narración, ese diálogo íntimo y silente en que me digo “yo” –. Pongan a un niño pequeño junto a un ser todo lo humanamente bello que quieran, pero sin boca o habla y, al lado, a otro, todo lo horrendo que puedan, pero con boca y habla; y verán, rápidamente, con cuál de ellos se identifica.
No es de extrañar, pues, que mostrar la boca (más que los ojos) sea un signo de civilidad. La gente de bien va a cara descubierta, mientras que quien se emboza es, a menudo, el bandido desalmado, el tipo asocial que no habla ni entiende, sino que actúa y destruye.
¿Qué pensar entonces de este colectivo uniformemente enmascarado que ahora somos? A mí, además de melancolía, confieso que me da miedo. Solo conforta saber que, aun embozados, confinados y vigilados, todavía podemos hablar. Aunque menos que antes. Y, justo por eso, tenemos que hacerlo más fuerte; sin llegar al grito desbocado, pero con vehemencia. Nada de “nueva normalidad”. A un estado de excepción le corresponde un habla, una consciencia, una fiscalización del poder igualmente excepcionales. Qué nadie, bajo ningún concepto o urgencia, nos tape la boca, esto es: nos impida hablar. Para un ser humano, no hay mayor muerte que esa.
Todos los años le leo a mis alumnos la vieja fábula de Giges, tal como la recoge Platón en la República. En ella se cuenta la historia de un humilde pastor, antepasado del rey Giges, que, tras encontrar casualmente un anillo que vuelve invisible a quien lo lleva, y hacerse consciente de la impunidad que esto procura, se aprovecha de su poder para colarse en palacio, asesinar al rey y usurpar el trono…
Tras contarles esto, les pido a los estudiantes que imaginen poseer un anillo como el del pastor. ¿Cuántos de vosotros – les pregunto – utilizaríais el poder de la invisibilidad para robar, espiar y aprovecharos de los demás según os interesara? La inmensa mayoría acaba por levantar la mano. ¿Quién podría resistir tamaña tentación?
Para “tranquilizarles” les recuerdo que buena parte de los adultos hacen lo mismo que harían ellos con el anillo: se saltan las leyes, los impuestos o el respeto a los demás en cuanto se saben “invisibles”. Y si además son ricos y poderosos, y gozan, por tanto, de verdadera impunidad, engañan, estafan, o explotan todo lo que pueden a todo el que pueden.
La moraleja está clara: en cuanto no está vigilada ni expuesta a castigos, la mayoría de la gente se comporta como un ave de rapiña (no hay más que ver lo que ocurre en las ciudades cuando se produce un gran apagón). ¿Qué hay entonces del civismo o el respeto por los demás en que, supuestamente, nos han educado? Nada. Esa educación moral no es más que un barniz, una carcasa que se resquebraja a la menor oportunidad. De hecho, cuando le pregunto por sus razones para “ser buenos” a los (pocos) alumnos que dicen que no abusarían del poder del anillo, se me quedan callados o, peor aún, repiten la ristra de prejuicios que les han recitado en casa, en misa o en clase de “ciudadanía”.
De todo esto solo cabe deducir dos cosas: o somos irremediablemente malos, o lo que es mala, y mucho, es la educación que recibimos. Seamos optimistas y postulemos lo segundo. ¿Cabe, entonces, una buena educación moral que nos convierta de veras (y no solo de pega) en personas honestas y respetuosas con los demás? Yo creo que sí. Aunque no es fácil.
Lo primero para tratar de moral (y no de moralinas), con los alumnos o con cualquiera, es poner en cuarentena los prejuicios al uso. Por ejemplo: que hay cosas “buenas” (derechos humanos, preceptos constitucionales, normas de “sentido común” …) que tenemos la obligación moral de acatar porque sí, porque lo dictan las leyes, o porque la mayoría opina que hay que hacerlo. Esto no se lo cree nadie. Que lo establezca la ley, o que sea fruto de un consenso, no equivale a que algo sea justo o bueno. Todos sabemos que hay leyes injustas, y todos reconocemos consensos moralmente deleznables (sin ir más lejos, esta misma creencia mayoritaria según la cual, “si se puede robar o abusar con impunidad, sería tonto no hacerlo”).
Ahora bien: ¿por qué, entonces, no ser “malos” y abusar de los demás, cuando podemos hacerlo impunemente?... Podríamos ensayar argumentos de tipo utilitarista (la sociedad sería mejor; si tu respetas te respetarán a ti, etc.), pero esto no está nada claro. ¿Qué es una sociedad “mejor”? Muchas sociedades han sido regidas por tiranos y se han mantenido estables durante siglos. Tiranos que, en su mayoría, han muerto tranquilamente en su cama y con el respeto de sus súbditos… Tampoco me vale el argumento de la empatía: los mafiosos o los terroristas tienen tanta empatía (por su familia o sus camaradas) como cualquiera, y eso no les impide cepillarse a otros (en beneficio suyo y de aquellos con quienes empatizan).
¿Entonces? Entonces hay que pensarlo. Tal vez la clave esté en preguntarnos qué es lo que realmente nos beneficia como seres humanos, y si esto se puede lograr, o no, con un anillo como el del cuento. De nada sirve tener riquezas o poder si no sabes qué eres y qué es lo que realmente te conviene. Sin ese conocimiento serás un malo muy malo. Es decir: un pobre infeliz, por rico y alegre que luzcas en las fotos. “Puestos a ser egoístas, sé un egoísta inteligente: conócete a ti mismo y cuida de aquello(s) que importa(n) para ser en plenitud lo que eres”. Es una moraleja alternativa. Ustedes verán.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Es terrible decir esto, pero ¿debería sorprendernos el asesinato de un profesor por mostrar caricaturas de Mahoma en clase? O decidió ser un héroe, o creyó ingenuamente que aquí, en la vieja e ilustrada Europa, uno puede hablar y discutir de lo que quiera. En ambos casos, las posibles consecuencias eran previsibles. La batalla por la libertad de expresión está, desde hace mucho, (casi) irremediablemente perdida.
Y olvídense de los terroristas. El sectarismo, la censura y la pasión inquisitorial no es cosa de unos cuantos fanáticos islamistas “infiltrados” en el “mundo libre” (como quieren hacernos creer algunos demagogos), sino el efecto de un complejo de creencias y conductas cada vez más “normalizadas” en nuestra propia cultura. De hecho, la reacción de algunos musulmanes a las caricaturas de Mahoma no es esencialmente distinta a la que exhiben otros creyentes o defensores de minorías (más o menos oprimidas) y víctimas varias, ante expresiones humorísticas similares e igualmente, según ellos, “intolerables”. Que en unos casos se llegue al asesinato y en otros, “tan solo”, al linchamiento en los medios, el boicot, el procesamiento judicial y la “muerte civil” del que opina, solo es una diferencia de grado; lo grave, lo tremendo, es que permitamos que la gente se crea, cada vez más, con el derecho a exigir que se le tape la boca (y se aplaste personal y profesionalmente) al que no piensa o habla “como es debido”.
Sobra decir que casi todos los que creen intolerable que se cuestionen o ridiculicen sus creencias, principios o sentimientos, defienden que haya libertad de expresión en “todo lo demás” (es decir, en aquello que afecta a las creencias – equivocadas – de los otros). Así, a quienes censuran como una grave ofensa la “procesión del santo coño” (sic), les parece de perlas que, en nombre de la libertad de expresión, se exalte la figura del dictador Franco; y a quienes, en nombre de esa misma libertad, defienden el derecho a blasfemar cuanto se quiera, les parece lógico censurar obras de arte y derribar estatuas y símbolos machistas, racistas o supremacistas (claro que, a la vez, todos dirán que “no es lo mismo” una cosa que otra, y que son ellos, y solo ellos, los que – ¡naturalmente! – tienen razón).
Si no se creen todo esto, traten de expresar (pintar, escribir, cantar, filmar u opinar), de forma pública o privada, algo que a alguna jauría mediática o furibundo grupo de aficionados a la justicia, les parezca ofensivo, blasfemo, racista, sexista, homófobo, transfóbico, neocolonialista, poco patriótico, que incite al odio, el acoso, a la pederastia, al heteropatriarcado, al juego, al sexo objetualizado, al terrorismo o – últimamente – al menoscabo de la salud pública; y verá lo que le pasa. Lo que me extraña es que no haya salido ya algún perspicaz intelectual, o activista alternativo de referencia, acusando al profesor degollado de haber actuado como un típico varón blanco-heterosexual-etnocentrista poco respetuoso con la diversidad cultural y las creencias de una minoría oprimida…
¿Cómo hacer frente a esta ola generalizada de neopuritanismo censor y a sus temibles consecuencias? Se ha dicho infinitas veces: lo único inteligente y efectivo es la educación. Ahora bien, ¿qué educación? ¿Cómo educar a los ciudadanos para librarles del miedo a hablar y pensar, o del gusto por ese miserable remedo de plenitud moral que es ejercer de juez inquisidor de tus semejantes?
La respuesta está en la educación ética, la cual no consiste en defender dogmáticamente nada, sino en enseñarte a analizar críticamente todas las creencias, valores y principios, religiosos o laicos, propios o ajenos, demostrando que el diálogo y la posibilidad de discriminación racional entre ellos es posible.
Mientras no entendamos que lo más importante que hay que aprender en la escuela es a comprendernos a nosotros mismos y a los demás, desbrozando en común la jungla de valores e ideales que nos mueven a vivir (y a morir, o a matar), y mantengamos un modelo educativo centrado en la simple formación científica y técnica (adobada, a lo sumo, con una hora de catequesis en valores y derechos humanos), no tendremos remedio alguno.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Las preguntas filosóficas son tan viejas (o tan jóvenes, según se mire) como la misma conciencia humana, esa especie de balcón por el que la realidad se asoma para descubrirse, admirarse e interrogarse a sí misma. No hay nadie que, tras abrirlo, resista la tentación (o deje de sufrir la necesidad) de apostarse allí, como un gato, a escudriñar el horizonte. ¿Qué habrá más allá del triste o rutilante cristal de la existencia? ¿Por qué y para qué nos es dado a nosotros entreabrirlo? ¿Es burla o esperanza ese poder mirar a lo infinito desde su insuperable umbral? ¿Y qué debemos hacer entonces: sumirnos en vana melancolía o hacernos albañil de vanos?
Optar por lo segundo – esto es: por la educación – no es fácil. Abrir esa terraza de la conciencia, no digamos atreverse a volar o a descolgarse por ella, no es algo que esté, por de pronto, al alcance de cualquiera. Muchos, aparentemente, no tienen ni las ganas. La caverna, ya saben, tira mucho. La caverna, decía Platón, es la realidad inmediata, el espectáculo que, sin querer ni pensar, se te mete por los ojos a cada instante. La mayoría vive soñando en ese mundo, pendiente de taumaturgos que, dueños del fuego de la cultura, detentan el poder de las imágenes y las palabras (es decir: el poder).
Cavernas hay muchas, tal vez infinitas, aunque está en su naturaleza (como en la del poder) el pasar inadvertidas. A veces juego con mis alumnos a descubrirlas. Últimamente están que se salen. No solo las detectan (eso es fácil) en los medios de comunicación, las redes, las sectas, algunos entretenimientos adictivos o en ciertos regímenes políticos, sino también (y esto tiene mérito) en la rutina cotidiana – ese confortable sopor uterino en que vegetamos casi todo el tiempo –, en la escuela, la familia, la ciencia, o en el propio lenguaje con que hablamos y pensamos.
Que la escuela sea como una caverna es un clásico. La lobreguez de las aulas, la tristeza de galeote de los pupitres, el encadenamiento tantálico de las horas, el mecánico trasiego de sofistas – y sus aprendidas certezas – frente a las pizarras, el sometimiento ciego a lo que está mandado, el “es así porque lo digo yo (o Dios, o la Constitución, o la Ciencia)”, el “haz lo que quiero y – te pondré un – punto”… Todo parece planeado para entontecer y subyugar. Con tanto éxito que – tal como en el símil de Platón – cuando se dialoga con los alumnos de todo esto, la primera salida de muchos es irritación, miedo, burla, y un aferrarse, patético, a las cadenas: “Pero, entonces, el examen cómo va a ser…”.
Otra más entrañable y profunda caverna es la familia. Desde que abrimos prematuramente los ojos está ahí, como una extensión grutesca del vientre materno, para conformarnos, al fuego del hogar, con cada guiño, abrazo, canción o fábula, en un repertorio de manías, emociones, deseos e ideas de las que difícilmente podremos librarnos nunca. Y, más allá de ella, el entorno social: el barrio, la gente de tu “clase”, la pandilla, la Iglesia, el partido, el cenáculo ideológico… Todo un sistema de cuevas casi impenetrable a la luz. Solo de vez en cuando algún amor, catástrofe o mala compañía, logra sacarnos, a duras penas, de nuestras soñolientas casillas…
Uno de mis alumnos me decía que no se sale de una (caverna) sino para meterse en otra. Tal vez en otra más espaciosa e iluminada, como la de la ciencia y sus dogmas, la del lenguaje – ese animal capaz de pensar por nosotros –, o la de la propia filosofía, contadora de mitos contra el mito... Es así, el horizonte se reproduce, inalcanzable, cada vez que creemos aproximarnos a él. El movimiento, el cambio, el progreso son pasos infinitesimales sobre un mismo punto.
Ahora, aunque todo sea un ilusorio y repetido fractal, quiero creer que, en cada una de esas variaciones nos volvemos más lúcidos, menos cavernícolas, y que, cuando al fin volvemos al tema de la composición, este comprende acordes más grandes, como sí todo pudiera, al fin, sonar al unísono, decir una misma cosa, despertar bajo un único sol, antes de arder completa y gozosamente en él… Ya ven. Es lo que también tienen los balcones: te abren el lado más hermoso y místico de… ¿De qué?
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Esta pasada primavera, el Ateneo de Cáceres cumplió sus primeros veinte años. Es una pena que, por culpa de la pandemia, no se haya podido celebrar aún como corresponde. Mientras, ahí sigue, en el bellísimo palacio Camarena, junto a la Plaza Mayor, a disposición de quien quiera acercarse a sus cursos, talleres, exposiciones, conferencias y conciertos. ¿Habrá mejor celebración que esa? Porque no nos engañemos: un Ateneo en activo, en los tiempos que corren, no puede ser más que una maravillosa extravagancia.
Piénsenlo: en la era de la globalización, el individuo atomizado, la comunicación virtual, el consumo y el espectáculo, el escamoteo de lo político y lo público, la polarización artificiosa de las opiniones, y la sujeción de casi todo contenido cultural al mercado… ¿No es un milagro que los ciudadanos, ellos solos, se reúnan para hacer cosas en común (y no solo para consumir, rezar o mirarse ideológicamente el ombligo)? ¿No es extraño un sitio donde la cultura vaya por libre, fuera del tiesto administrativo, el circuito mercantil o la catequesis política o religiosa? ¿Para qué sirve esa antigualla casi decimonónica? ¿Qué diablos pinta un ateneo, hoy, en mitad de la ciudad?...
Una respuesta breve, pero sustanciosa, es que un ateneo, precisamente un ateneo, es la razón misma de ser de una ciudad; esto es, de aquel lugar que los filósofos clásicos consideraban la comunidad humana perfecta.
La razón de esto último es que la ciudad, con su asamblea y su ágora, representaba, decían estos filósofos, el marco idóneo en que desenvolver la naturaleza moral y racional del ser humano. Así, nada mejor que la actividad política en la Asamblea – decía Aristóteles – para poner a prueba y forjar el temple moral de un hombre, y nada más propicio al entendimiento que dialogar todo el día en la plaza – como hacía Sócrates – acerca del ser de las cosas, la verdad, el bien o la belleza.
Pero esto ocurría en la “polis”, un tanto idealizada, de los filósofos griegos. En nuestras modernas ciudades ya no hay asambleas, ni apenas ágoras. Trasladadas sus funciones políticas a la corte de políticos profesionales que son los parlamentos, y encerrada su vida intelectual en las instituciones académicas, ¿qué espacios quedan hoy en la ciudad para que los ciudadanos puedan ejercer sus virtudes públicas y desplegar su inquietud filosófica en la experiencia común del diálogo?
Tiempo ha, los ateneos, al igual que otras iniciativas cívicas, como las universidades populares o algunas sociedades científicas, suplían parcialmente el lugar que la asamblea y el ágora tenían en la “polis” de los filósofos. Allí se reunían los ciudadanos para cultivar las virtudes éticas e intelectuales (el diálogo, la racionalidad, la tolerancia, la honestidad, la generosidad, la moderación, la igualdad, la ecuanimidad…) sin las que no es posible ser persona ni alcanzar ese grado de “amistad cívica” que exige una sociedad civilizada.
¿Mas que queda de todo eso? Ateneos y centros verdaderamente cívicos – al margen de la Administración o los cenáculos ideológicos – sobreviven hoy como un archipiélago exótico y amenazado en mitad de nuestras furiosas urbes. Y, sin embargo, es ahora, cuando todas las fórmulas conocidas de comunidad (la familia, la vida rural, la propia ciudad, la nación) se desmoronan, cuando más necesarios son. Nada, ni los ritos democráticos, ni la sobreinformación y sobreconectividad mediática, ni la extensión de la educación superior (volcada hacia la especialización y la técnica), proporcionan hoy, ni de lejos, esa misma experiencia de desarrollo moral e intelectual.
Gracias, en fin, a los que, hace ya veinte años, rescataron del olvido al ateneo cacereño (cómo no mencionar aquí al filósofo Esteban Cortijo), y no menos a los que lo mantienen ejemplarmente vivo (Javier, Lola, Víctor, Antonio y tantos otros), abierto a todo y a todos, sin siglas ni apellidos, plural y repleto de esa inconmensurable energía moral e intelectual que le dan los ateneístas, es decir, los ciudadanos. Esperemos que, durante muchos más años sigáis ahí, en el corazón de la ciudad. A ver si entre todos logramos salvarla, y, así, salvarnos también a nosotros mismos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Con la nueva ley educativa (la LOMLOE), que continúa tramitándose en el Congreso, la enseñanza de la ética – la poca que había – desaparece de las escuelas e institutos de este país. Al parecer, el Ministerio de Educación está convencido de que los niños y adolescentes no necesitan educación ética. A mí me resulta imposible de entender. A ver si ustedes se lo explican.
Resulta que, de un lado, el Ministerio está muy preocupado por que los alumnos asuman ciertos valores que la mayoría consideramos moralmente preciosos: el cuidado del medio ambiente, la igualdad de género, el rechazo a la violencia, el multiculturalismo, la solidaridad, el respeto a los derechos humanos… Pero, de otro lado, parece querer que lo hagan por simple empatía, o por emplaste cerebral, sin pararse a preguntar por qué, sin analizar los argumentos éticos que nos mueven a aceptarlos, y sin debatir con aquellas perspectivas éticas que relativizan, modulan o incluso niegan su legitimidad. Vamos, que quieren moral, pero sin ética. ¿Será que no tienen clara la distinción?
No lo creo. Tal vez sea, sencillamente, que el análisis y la argumentación ética les parezcan, a nuestros gobernantes, algo innecesario. Me estoy imaginando sus razones: “¡Qué análisis ni qué niño muerto! – dirá algún experto o autoridad –. Ciertos valores deben aprenderse como lo que son: el fundamento incuestionable de nuestro sistema de convivencia. A lo sumo – dirá algún asesor–, se podrán debatir ciertos matices, verificar algunos conflictos, explicar su origen histórico. Pero no cuestionarlos. Por eso – concluirá algún alto cargo –, en lugar de la ética (que cuestiona demasiado las cosas), vamos a programar educación cívica (o ético-cívica, para disimular). Y para impartirla, en lugar de filósofos especialistas en ética (que son unas moscas cojoneras), vamos a poner a… que sé yo, a historiadores, o a licenciados en derecho, que saben hablar de todo – algunos, hasta de filosofía –”.
¿Qué les parece esto? Yo creo que se equivocan. Es completamente inútil – y es lógico que lo sea – explicarle a un niño o adolescente cómo debe comportarse, o qué valores y normas ha de respetar, si, a la vez, no se le enseña a convencerse a sí mismo de la necesidad de hacerlo. Los alumnos están hartos de homilías y catecismos (religiosos o laicos), ahítos de talleres formativos, saturados de debates puramente retóricos (en los que el resultado está ya prescrito de antemano), y hasta las narices del recitado explicativo de normas, principios y valores, por muy constitucionales que sean. Por un oído les entra y por el otro les sale. Quién crea que así, con simple “educación cívica” aderezada de coaching emocional e insufrible moralina, vamos a forjar generaciones de ciudadanos comprometidos con los valores que defendemos, es que no ha dado una clase en su vida.
De otro lado, y esto va más allá de lo puramente didáctico, es democráticamente inconsecuente “inculcar” valores a niños y adolescentes sin dotarles, a la vez, de las herramientas conceptuales y procedimentales necesarias para que aprendan a asumir como ciudadanos soberanos, de forma crítica y libre, y, por tanto, verdaderamente responsable, su vínculo moral con tales valores. Y esto, aprender a fundamentar de manera racional la propia conducta, tan importante como es (infinitamente más, sin duda, que analizar sintagmas o descomponer números primos), requiere de tiempo. Y también, como es obvio, de un profesorado especializado.
Nada de esto, sin embargo, es considerado por el Ministerio de Educación. Parece que enseñar a los alumnos a pensar por sí mismos, iniciarles en el conocimiento crítico de los autores y las teorías éticas, o en el hábito de argumentar y dialogar con rigor y objetividad, no resulta lo más apropiado. Tal vez sea mejor, entonces, educarlos en valores a la antigua usanza, por simple advocación (“¡Sed buenos, niños!”), o con una cancioncilla, como con la tabla de multiplicar, o proyectando documentales de ONG, esos santos laicos, para que aprendan, como los monos, por imitación ¿Tan tontos creen que son? Sin ninguna enmienda lo remedia, yo diría que sí.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Siempre me ha parecido que dar clases es un poco como hacer teatro. Uno entra todos los días en las aulas, como un actor en escena, para intentar provocar que allí, más allá del tiempo, pase algo ilusionante, catártico, liberador, creativo… No siempre lo consigues, claro. Es difícil evitar la impostación, el simulacro, la tabarra, el cansancio a veces, pero de vez en cuando pasa, brota un atisbo de verdad, un rapto de comunicación, algo vivo alrededor de lo cual reconstruir la trama, el texto, el cuento que hay que contar… ¡Y es entonces que dar clases parece convertirse en la representación de una vibrante escena dramática, un diálogo auténtico, un descubrimiento, un encuentro memorable e irreversible! ¿No es eso lo que debería ser la educación?
Tal vez, pero no es sencillo, insisto. Cuenten ustedes, de entrada, con que nuestros alumnos acuden a la “función” obligados, sin consciencia de que son parte esencial de la obra, por lo que, por defecto, se limitan a aguantar con lo que “toque”, con tal grado de desesperación y aburrimiento a veces (tras horas de tostón) que, a la que te descuides, te montan ellos mismos el espectáculo.
Hay otras diferencias a favor del teatro: el actor no tiene que hacer cinco funciones al día (como el profesor), ni escribirse sus propios “textos” al llegar a casa, ni corregir las “actuaciones” de los alumnos, ni reunirse con sus familias, ni decenas de otras tareas entre “bastidores”. Además, y sobre todo, el actor no tiene al empresario poniendo palos en las ruedas a su propia producción, mientras que el profesor…
Desde hace cinco o seis leyes educativas, nuestro mayor empresario (la administración) anda empeñado en acabar con nuestro arte y convertirnos, progresivamente, en un engendro mezcla de administrativo, técnico-facilitador, psicopedagogo, vigilante jurado y trabajador social (últimamente, también, productor digital y asistente telemático) …
De momento, resistimos como podemos. Hemos aprendido, por ejemplo, a tomar como lo que es – simple retórica huera –, y a procurar olvidar en cuanto entramos en clase, la infumable farfolla de decretos y programaciones, de objetivos (de ciclo, etapa, curso, área, materia, unidad, sesión…), estándares de aprendizaje, criterios de evaluación, competencias, contenidos mínimos, no mínimos, procedimentales, actitudinales, transversales, y todo el resto de restos de naufragios de tantos brillantes y revolucionarios legisladores más decididos a pasar a la historia que a pasarse por un aula.
Hacemos, también, todo lo posible para seguir creyendo y haciendo creer que somos profesores, entusiastas transmisores de valores y conocimientos, y no porteros, vigilantes de pasillo, guardianes de niños, mediadores familiares, o simples policías que han trocado los viejos gestos teatrales del maestro por la mueca administrativa del funcionario pasando lista, registrando ausencias, chequeando rúbricas, llamando a padres, rellenando informes, clasificando alumnos y tomando, a cada paso, las medidas oportunas…
Pese a todo, no sé si estamos tocando fondo. Como viejos cómicos nos reconvertimos hace tiempo, y con esfuerzo, al lenguaje audiovisual. Ahora se nos pide que nos hagamos “youtubers”, expertos en podcasts, peritos en redes, profesores y asistentes on-line. Todo por cuenta propia, claro (nuestros propios recursos, nuestro escaso tiempo, nuestra necesaria inventiva…). Y que, mientras tanto, prosiga la función, a treinta actores por clase, recitando con una mascarilla pegada a la cara, sin movernos ni relacionarnos, y todo con la misma vocación por insuflar vida, provocar, despertar, encender y hacer crecer a los alumnos…
Saben, ay, nuestros astutos mandarines, que esa vocación rebrota siempre frente a los ojos como candilejas de los chicos. Esa mirada, renovada y milagrosamente expectante, de los que, sin arte ni parte, hemos traído a este destartalado circo, son la última trampa, el chantaje definitivo por el que, pese a todo, salimos de nuevo a escena cada día, con las mismas ganas y nervios del actor primerizo, a hacer lo que haga falta para que el espectáculo continúe. Al menos, hasta que se nos desplomen encima la ilusión y el teatro. Vae victis.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Filosofar es más fácil de lo que uno cree. Consiste en pararnos a pensar en lo que pensamos. Esto es: en hacernos una idea cabal de las ideas que nos bullen en la cabeza. Estas ideas no son cosa de poca monta. De manera más o menos vaga o consciente, son ellas quienes nos informan de lo que somos, de cuál es nuestro papel en el mundo, de qué sea el mundo mismo, o de qué debamos creer, hacer o esperar de él.
No obstante, mucha gente tiene la peregrina idea de que las ideas importan poco, y de que su vida se rige, antes que nada, por la experiencia sensible. ¿Será verdad? Miren, por ejemplo, en aquello que miran. ¿Podrían ver en ello algo de lo que no tuvieran ni idea? En absoluto. Si carecieran, no sé, de la idea de cerrojo, o de la idea de neurona, jamás verían cerrojos o neuronas. Y si, por el contrario, fueran cerrajeros o neurólogos, verían cerrojos y neuronas por doquier. Vemos según las ideas que tenemos. Por eso hay tanto conspiranoico: si se te mete en la cabeza la idea de que todo es un complot de Bill Gates, veras “pruebas” de ese complot (y a Bill Gates) allí donde pongas el ojo.
Lo mismo cabe decir de las emociones y los sentimientos. Sentimos tal como pensamos. Si usted, por ejemplo, mantiene las casposas ideas de su abuelo con respecto a lo que es la “hombría”, es muy probable que sienta indignación y furia ante las demandas feministas. Y si cree que los desharrapados que vienen en patera a ganarse el pan son “invasores que vienen a acabar con nuestra cultura – y nuestros privilegios –”, sentirá, seguramente, miedo y odio hacia ellos. Y así con todo. Lo siento por los románticos, pero la cabeza es la que manda. Y cuando manda que nos dejemos llevar por el corazón, no hace más que dar patente de corso a las ideas más inconscientes y prejuiciosas. De ahí que a fanáticos y manipuladores de todo tipo (populistas, nacionalistas, publicistas, predicadores…) les mole tanto apelar a nuestras emociones.
También los anhelos, intenciones, propósitos y todo lo que rige nuestra voluntad dependen de las ideas que albergamos. Incluso los deseos más primarios. Así, aunque tengamos muchas “ganas” de comernos un buen filete, si nos convencemos de que, para lograr nuestros ideales, es preciso hacer una huelga de hambre, o cambiar de dieta, acabaremos por no tener las mismas ganas. Todos tenemos amigos vegetarianos, antaño incisivos carnívoros, que, en virtud de sus nuevas ideas, han acabado por coger asco a los chuletones…
Todo es, pues, cosa de ideas. También su cuerpo, su cerebro o la ciencia lo son. Pruebe, si no, a pensar algo que no sea una idea, o a refutar esta misma tesis sin usarlas. Es imposible. Por eso, porque estamos hechos de ideas, es tan necesario descubrirlas, detenernos a dialogar con ellas, enfrentarlas unas a otras, y especular hasta… romper y – como la Alicia de L. Carroll – atravesar los espejos, esto es: las apariencias.
Ir más allá de los espejos o apariencias, de los efectos, buscando las causas o ideas últimas, es la misión (tan imposible como necesaria) del filósofo. También, más modestamente, del científico (aunque este pocas veces repara en la naturaleza ideal de sus teorías y sus fórmulas). Conociendo las ideas que nos mueven y mueven la sociedad y el mundo, podremos cambiar o, al menos, prever sus consecuencias, y, así, adueñarnos de los hilos que, como a marionetas, nos animan y manejan. En la medida de lo posible, claro, pues las ideas son muy suyas (sobre todo las que parecen ciertas) y, a veces, nos poseen a conciencia.
Pero, incluso para esto último tiene la filosofía solución: el diálogo con los otros, es decir, con las ideas que no tenemos (nada que ver con el monólogo polifónico de los adeptos o los “camaradas”). Cuando el diálogo es honesto (¿para qué, si no?), y tenemos la fortuna de topar con un alma grande y generosa, estaremos en situación de lograr ese catártico y salvífico estado en que se funda toda esperanza de libertad y crecimiento: el de no estar de acuerdo con nosotros mismos. O, como dirían los antiguos griegos, el de empezar a dejar de ser un pobre idiota.
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura
Esta semana veremos cómo todo aquello que en los centros educativos tenía más que ver con la educación (expresarse y comunicarse libremente, experimentar, convivir, elegir por uno mismo, cultivar amistades y afectos…), y que solo sucedía en la periferia de las aulas – pasillos, recreos, excursiones… – o, excepcionalmente, en la clase de algún profesor “raro”, se acaba por esfumar del todo. Alumnos adolescentes, de entre doce y dieciocho años, no podrán, este curso (ya veremos hasta cuándo), salir al pasillo entre clases, levantarse, acercarse a sus compañeros o su profesor, saludarse o contactar físicamente, hacer actividades en grupo, compartir objetos, ir de visita a otras aulas, usar bibliotecas o laboratorios, tocar instrumentos, realizar actividades extraescolares, abandonar el centro durante el recreo, jugar al balón, salir del sector asignado en el patio, apoyarse en la pared, pararse a charlar en las entradas y salidas…
Como le leí el otro día a un amigo y experto docente, se ha prohibido todo aquello que enmascaraba y dulcificaba el proceso educativo, haciendo que este se muestre, de forma descarnada, como lo que realmente es: un enorme engranaje disciplinario destinado fundamentalmente a perpetuar las estructuras sociales, y un colorido (o grisáceo, según edad) almacén en el que depositar a los niños mientras trabajan sus padres.
Para este viaje no hacían falta alforjas. La educación presencial es preferible a la digital, sí, pero no a un coste educativo tan alto. Ni con un presupuesto tan bajo. Aunque desengáñense: solo con inversión económica no se soluciona nada. Autoridades, docentes y buena parte de la sociedad, ya venían contagiados (y embozados), desde antes de la pandemia, por una sustanciosa cantidad de virus ideológicos y prejuicios. De hecho, a no pocos profesores les va a parecer de perlas tener a sus alumnos (¡al fin! – dirán –) sentados y amordazados durante las seis horas diarias de clase.
En la insolación de este extraño y reconcentrado verano he soñado, a ratos, con que las administraciones, en un ejercicio insólito de cooperación, a la luz nimbada de un solemne pacto político, sistemáticamente asesorada por verdaderos expertos – no gurús de saldo – y miembros destacados – no mansos y enchufados – de la comunidad educativa, decidían aprovechar la crisis para dar un vuelvo definitivo a la situación. No solo para garantizar ese mínimo y mítico 5% del PIB, o los profes necesarios para que las ratios de alumnos fueran, valga la redundancia, razonables, sino para fijar una ley de educación estable, transformar el sistema de selección y formación de docentes, abrir y airear currículums, impulsar una necesaria renovación pedagógica, y dar un giro sustancial a lo que, por simple rutina, todavía creen muchos que es la educación.
Luego despertaba y empezaba a temer que, más que una oportunidad, la crisis pudiera ser el pretexto perfecto para recoser la misma ley educativa con cuatro o cinco modificaciones biensonantes, recortar o congelar fondos, mantener ratios (para subirlas conforme vaya pasando la pandemia) y dejar todo como estaba o, peor, como una versión simplificada y básica de lo mismo: más orden, más disciplina ciega, más adiestramiento para el mercado, más control, y más mascarillas para el pensamiento crítico, la autonomía personal y el genuino deseo de saber. Ojalá me equivoque, pero, más allá de coyunturas sanitarias, la mascarilla en la boca y la disciplina cuartelera siguen siendo un símbolo de cómo muchos siguen entendiendo la educación. Con bozal.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Leemos estos días que algunos colegios de médicos expedientarán no solo a los colegiados que nieguen la existencia o gravedad de la pandemia, sino también a aquellos que cuestionen la validez de las pruebas o las medidas adoptadas por la autoridad sanitaria. El asunto es preocupante, ya que lo que parece castigarse no es la mala praxis de un médico, o la ilegalidad de sus acciones, sino, simplemente, que disienta de dictámenes científicos (y políticos) distintos al suyo. Ahora bien, ¿debemos impedir que un médico opine pública y libremente sobre aquello sobre lo que, además, es competente?
El filósofo Kant afirmaba que una de las condiciones del progreso social y político (no digamos del científico) consistía en permitir la máxima libertad de opinión en la esfera pública y académica, y restringirla en el ejercicio del cargo u oficio que cada uno desempeña. Así, y aunque, para garantizar el orden, cada funcionario, militar, profesor, médico o lo que sea, debería hacer su trabajo según lo convenido y sin chistar, una vez “libre de servicio” tendría – según el filósofo – el derecho (y hasta la obligación) de criticar públicamente, como experto, todo lo que considerase oportuno. Pues bien, este mínimo grado de libertad – el de poder opinar en público – es justo el que parecen negar estos colegios de médicos a sus miembros. Con el agravante de hacerlo en un campo (el de la ciencia) en el que, a diferencia de otros más dogmáticos (como la religión o el partidismo político), la crítica y la heterodoxia resultan imprescindibles para probar y perfeccionar lo que se cree saber.
Los colegios aludidos esgrimen, no obstante, dos razones para justificar su censura: la excepcionalidad de las circunstancias, y el carácter poco riguroso o científico de las disensiones. Veamos hasta qué punto son estas razones válidas.
La primera de ellas es una variante de la justificación más habitual del estado de excepción. Se viene a decir que, dado que estamos en una situación de emergencia y las opiniones críticas podrían generar alarma y confusión (¡amén de indisciplina!) en la ciudadanía, de debe impedir, por la seguridad de todos, la difusión de tales opiniones. Hay, sin embargo, dos contrarréplicas contundentes a este razonamiento: (1) la anteposición a toda costa de la seguridad a la libertad conduce a un estado de excepción crónico (solo hay que ir buscando o creando una amenaza tras otra) y, por tanto, a la pérdida total de control sobre el poder del Estado; (2) el trato paternalista a los ciudadanos, en este caso suponiéndolos incapaces de aceptar la natural controversia científica, es inconcebible en un régimen en el que esos mismos ciudadanos son los depositarios de la soberanía y, por tanto, aquellos a los que con más motivo se ha de informar y rendir cuentas.
En cuanto a la segunda razón – “los médicos negacionistas no se apoyan en evidencias científicas” – hay que empezar por deshacer la falacia (llamada del “hombre de paja”) consistente en meter en el mismo saco a los fanáticos y negacionistas más chiflados, y a aquellos que cuestionan, razonadamente, la forma en que se está entendiendo y afrontando el problema. De hecho, y a tenor del criterio de los colegios de médicos aludidos, habría que expedientar a todos los científicos del mundo que, sin negar la existencia de la pandemia, recomiendan otras medidas de control o critican severamente las establecidas en países como el nuestro. Más al fondo, la réplica fundamental al argumento es clara: no hay una única forma de construir “evidencias científicas” (los hechos son interpretables de más de una manera). Esto no supone aceptar cualquier cosa, ni defender que “todos tienen (la misma) razón”, sino asumir que, en medicina, como en toda ciencia, cualquier tesis es meramente hipotética – hasta que se descubra otra mejor –. La controversia científica (y, aneja, la política y social – la ciencia no es cosa de ángeles –) en torno al coronavirus y la forma de afrontarlo remite, pues, a un debate, tanto entre expertos como entre ciudadanos, y no, en ningún caso, a expedientar a nadie – y menos a un médico – por manifestar su parecer.
Artículo publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
En la misma línea, leía al editor Andreu Jaume recordándonos cómo el culto contemporáneo al cuerpo (esa cosa idealizada por el cuñadismo metafísico), esto es, a la salud, al deporte, al sexo, al despelote sin complejos (¡Ah, el horror! ¡El horror!) y a la gastronomía, están relegando al espíritu y al lógos a una posición marginal. Los cocineros – decía Jaume – son ahora nuestros filósofos – una reducción gaseosa de los más líquidos y posmodernos –.
Por esto admiro la defensa desenfadada y sin esperanzas (¿habrá otra más digna?) que hace la Palop del espíritu sobre la carne, de la figura erguida, en vigilia perpetua, del conversador de barra – vino en ristre y escudo de tapa contra la gula – frente a la sanchopancesca del que busca apoltronarse junto a un plato. Fíjense que la afición desmedida a sentarse a comer es siempre un síntoma de decadencia moral y cultural (y, políticamente, de que hay principios que cocer al hedor de apetitos más crudos). Por ello, cuando uno cree no creer ya nada (y le faltan criadillas para darse a drogas más potentes) se tira a la manduca como animal de granja o bellota (según la renta). Y que, por lo mismo, una civilización comienza su declive cuando del frugal avituallamiento en campaña – y el culto al vino – pasa al boato de los banquetes – y a otras y más apolíneas flatulencias –. Recrearse en la comida es depresivo, terminal, la más vana huida hacia el barro y la tumba – o, cuando menos, hacia el sopor y la siesta –.
Pero lo peor es que el imperio de esa figura tontorrona, sentimental, frívola y tolerante con todo (lo que no amenace su interés) del gordo Sancho Panza (hoy encarnado – o empanado – en parte en el “amante de la gastronomía”), no solo representa, sublimado, el orbe burgués (es su arquetipo moral, tan distinto al del guerrero, el sabio o el santo, todos ellos humanamente en forma, esto es: bélica o espiritualmente activos), sino que ha colonizado (de “colon” y no de “colonus”) el espacio popular – el de las tabernas, por ejemplo, sustituidas por franquicias de mesa obligada y engorde por turno – y empapado lo que hoy se nos quiere hacer tragar como cultura. Comprueben, si no, el desenfrenado festín de menudillos en torno a lo gastronómico con el que se anda empachando a la gente (programas y concursos de cocina, secciones sobre el “arte de comer” en los periódicos, cocineros opinando en los platós, gastro-bares, rutas gastronómicas…), si bien no todos comen aquí en la misma olla. Así, mientras el neoproletariado saca barriga, y hasta obesidad mórbida, cenando frente al masterchef de la tele, la neoburguesía – incluyendo la progre y descreída ya de toda resistencia al consumo – luce la forma del viejo proletario famélico adoptando “posiciones ético-filosóficas” no menos ligadas al condumio: el vegetarianismo, el slow food, los alimentos orgánicos, el sibaritismo erudito, el cosmopolitismo culinario, la religión hortelana… Se ve que la democratización de las proteínas obliga a una versión más distinguida del culto al estómago.
Sin embargo, y de milagro, junto a este guiso cultural soso e insípido (la excepción pantagruélica se vuelve hastío cuando se convierte en norma), aún sobrevive la figura asténica y quijotesca, raciocinante o mística – según el vino – del conversador de barra, siempre con el hambre justa que requiere el ingenio. Por esta figuración tan griega del espíritu trasiegan aún nuestra raíz y nuestro sino. Cultívenla y abandonen esa obsesión pueril por amamonarsecomiendo, hablar de comida, fotografiar platos, buscar mesa… No lo olviden: aunque se deje usted timar (cuestión de imagen) en los locales más cooldel universo, la verdad no se cocina, y comer seguirá siendo cosa de pobres. No de solemnidad, sino de espíritu.
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí.