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¿Cómo es que los pobres y las clases medias depauperadas votan en masa a gente como Trump o Milei, representantes de las grandes fortunas, la desregulación financiera y la eliminación de impuestos y políticas sociales? – se preguntan los intelectuales y prebostes de la izquierda – ¿No es como si un condenado votara a favor de su propia sentencia de muerte? Puede ser. Aunque cabría responder que, en ocasiones, un condenado puede estar a favor de su propia condena…
El prejuicio (sea marxista o liberal) de que nadie actúa contra sus intereses materiales, presupone la idea de que la economía es más importante que la moral para explicar nuestra conducta (“Es la economía, estúpido”, rezaba la propaganda electoral de Clinton en los 90), algo que los hechos desmienten una y otra vez. No hay más que comprobar el grado de animadversión que, pese a sus generosas políticas sociales y a un crecimiento económico espectacular, despierta el gobierno de Pedro Sánchez en buena parte de la población española (y no solo, ni mucho menos, de la más rica).
Las personas nos movemos por ideas y valores (que no son más que otro tipo de ideas), e incluso cuando creemos que nos determinan la economía o los genes estamos hablando de ideas filosóficas o científicas. Si admitimos este presupuesto, la solución al presunto enigma de pobres-que-votan-a-ricos empieza a estar más cerca. Solución que pasa por analizar qué relatos morales son los que laten en la cabeza de la gente.
Uno de ellos es el de meritocracia, un discurso que, por tramposo que sea, no deja de cautivar a la mayoría. Su principal efecto es el de disolver la fuerza de las masas precarizadas convirtiéndolas en un amasijo de individuos aislados y atormentados por la idea de creerse los responsables de su fracaso; culpa y rabia que acaban proyectando, no contra el poder cada vez más absoluto de los ricos y sus herederos, sino contra los que son más pobres aún (inmigrantes, minorías, mujeres…) o, en el mejor de los casos, contra el cada vez más menguado poder de la «élite» política que, peor que mejor, aún les protege de la rapiña oligárquica.
Pero el de la meritocracia y el del antagonismo «pueblo-políticos corruptos» no son los únicos relatos de carácter moral que epatan a mayorías cada vez más amplias. Otro de estos relatos es el de la nostalgia por un pasado idílico que hay que «hacer grande de nuevo» y en el que no había corrupción ni chorradas «woke», la gente prosperaba y los hombres se vestían por los pies. Discurso retroutópico este en el que cabe integrar la vieja ética obrera del trabajo duro frente a la inmoralidad de las «paguitas» y los «chiringuitos» subvencionados por el Estado.
A todos estos relatos el sociólogo Jessé Souza añade el que llama «síndrome del joker», una suerte de rebeldía ciega con la que parte de esa clase media empobrecida y humillada expresa su resentimiento votando a esos otros «jokers» de lujo que, motosierra o decretos ejecutivos en mano, prometen dar una patada al tablero y voltearlo todo (a su favor, claro, pero esto último ya no se oye).
Sea como fuere, la política real trata de moral, de ideales. Si no tocamos (con toda la imaginación posible) esta parte del motor, no habrá giro real de tendencia, y estaremos condenados a ese otro síndrome del joker intelectual y moralista que encarnan algunos gurús de la izquierda, exhibiendo por los salones su depresión y deserción de un mundo que – como de costumbre – no cabe en su exigente mirilla moral.