Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Los antiguos filósofos griegos eran muy críticos con la democracia. Platón pensaba que para ser buen gobernante (igual que para ser buen médico, militar o músico) había que estar instruido en ciertas cosas y dado que el pueblo carecía de esa instrucción otorgarle el poder resultaba poco menos que insensato. Al fin, ¿qué sabe el pueblo de la idea de justicia, sobre la que los más sabios llevan siglos discutiendo? ¿O cómo va a saber lo que le conviene a él o a su prójimo quien no conoce a fondo la naturaleza humana ni posee una noción mínimamente compleja de la totalidad?
El elitismo intelectualista de Platón se convirtió en elitismo a secas en las democracias modernas, tan platónicamente desconfiadas del gobierno directo del pueblo como esquivas a la idea de que el problema de la justicia fuera dirimible por la razón. De ahí que nuestras democracias estén gobernadas por esa nueva «aristocracia» que son los partidos políticos, y no por el pueblo (que se limita a votar como el que aplaude o silba en el plató de una tertulia); y de ahí también que cuando esa aristocracia partidista precisa de un barniz intelectual convoque a científicos y otros expertos en datos, y no a humanistas o filósofos que puedan asesorar sobre lo que hacer con esos datos.
No quiero decir con esto que la incorporación de asesores científicos a los ministerios sea una mala decisión, sino solo que es una decisión insuficiente y superficial. Y lo es por dos motivos. El primero es que la ciencia como tal no puede fijar objetivos o medidas políticas. El científico es experto en describir fenómenos no en prescribir leyes o fines, por lo que su función no va más allá de cierta asesoría técnica. Ya sé que hoy tendemos infantilmente a pensar que todos nuestros problemas los puede resolver «la ciencia», pero esto es pura ideología acientífica. La ciencia no sabe nada de lo que nos interesa ética o políticamente saber.
El segundo motivo por el que la medida del gobierno es insuficiente es que no se acompaña de medidas efectivas para fortalecer la educación científica y (sobre todo) ético-política de la ciudadanía. Este error parte de la suposición elitista de que quien tiene que estar intelectualmente asesorado por científicos (e idealmente por filósofos) son los ministros y no los ciudadanos. Craso error, pues en democracia son los ciudadanos – y no sus representantes políticos – los que han de tomar – o deberían hacerlo – las decisiones importantes.
¿Se imaginan que además de ministros asesorados por científicos áulicos hubiera una inmensa mayoría de ciudadanos científica y filosóficamente competentes, capaces no solo de acumular y entender datos, sino también de comprender las distintas perspectivas ideológicas que laten tras la controversia política? Viviríamos, no en una república platónica, sino en una democracia de sabios. En cualquier caso, no en la oligarquía rebozada en demagogia y tecnocracia en que se han convertido nuestras democracias (o, más bien, nuestras partitocracias) actuales.