El mes pasado, la editorial Manuscritos publicó un
libro colectivo sobre las recientes movilizaciones sociales (especialmente la que se propuso rodear el congreso y exigir un nuevo proceso constituyente el 25 de septiembre de 2012, el llamado 25s). A propósito de este hecho plantee
una reflexión acerca de la naturaleza de la democracia y las relaciones que en ella pueden darse entre legalidad y legitimidad. Ofreceré en esta entrada y en las siguientes breves extractos de lo que allí escribí (y que podéis leer íntegramente en el libro junto con otros interesantes artículos, entre ellos el de mi colega Juan Antonio Negrete). El asunto de fondo es muy kantiano (así que es un poco continuación del post anterior y de otros recientes como
este): ¿debemos cumplir las leyes incluso cuando no nos parecen justas o razonables? ¿Hay derecho a saltarse el derecho?
¿Es legítima, en algún caso, y en el marco de un régimen democrático, la ilegalidad? Me van a permitir que juegue un poco con las minúsculas y las mayúsculas (es decir con lo que es
legítimo y
Legítimo en la gramática) para marcar rápidamente ciertas diferencias que todos intuimos con facilidad. Antes de nada sería conveniente distinguir entre
democracia y
Democracia. Lo primero se refiere a la
democracia real (
real también con minúsculas), al régimen político de nuestra nación (y de todas las naciones de nuestro entorno). Lo segundo, la
Democracia, se refiere a la democracia
ideal que, como tal, es implementada mejor o peor (pero nunca perfectamente) en los regímenes democráticos vigentes. Qué sea la
Democracia es asunto de la filosofía política y no sería posible desbrozar aquí un ensayo de definición rigurosa de tan complejo término. Creo que es bastante con aludir a la siguiente noción simple pero sustantiva: la Democracia es
la forma de gobierno fundada en el principio de que todo otro principio o norma política obtiene su legitimidad de la asunción informada, racional, libre y responsable de dicho principio o norma por la mayoría de los ciudadanos. De esta noción se extraen al menos tres consecuencias relevantes para lo que se va a tratar a continuación: (a) La Democracia
no es “el estado de derecho” (contra quienes descalifican como “contrarios a derecho” o ilegales actos como el 25S, tachándolos por ello y sin más de “antidemocráticos”); “estado de derecho” es cualquier Estado que se atenga a un código legal, escrito o no. (b) En la Democracia
no todo lo decide o legitima la mayoría (contra los que niegan suficiente representatividad a los activistas de 25S, el 15M, etc.); las normas procedimentales básicas, las condiciones sustantivas que legitiman el consenso (información, racionalidad, libertad, etc.), o la propia noción de lo que es Democracia, no están sujetos a “votación” (sería absurdo someter la Democracia –sus condiciones formales y sustantivas— a un referéndum
democrático). (c)
Las condiciones sustantivas que legitiman las decisiones democráticas obligan, por ser las que son (transparencia informativa, racionalidad, libertad de criterio y expresión, etc.),
al debate crítico y al cuestionamiento constante de cualquier norma, institución o acto de gobierno en vigor, sin otro límite que los que de aquellas mismas condiciones de deducen.
Dicho lo anterior aclaremos otra cuestión preliminar. En todo régimen político (también en la Democracia) se da una necesaria dialéctica entre
lo legal y
lo legítimo. Es decir: entre lo institucionalmente reglado en forma de leyes y prácticas (la
política, en sentido estrecho), y los principios y condiciones formales y sustantivas –y las ideas y prácticas que tales principios y condiciones implican— que hacen posible dicha institución (lo
Político, en su sentido más amplio y profundo). Tampoco es necesario ni posible desplegar ahora esta dialéctica (que, por otra parte, es fácil suponer en qué consiste, para empezar:
lo legal no siempre es legítimo,
lo legítimo no siempre es legal…). Baste con decir que, en cualquier caso (y régimen)
lo legítimo es la fuente de lo legal; lo contrario,
la legalidad como fuente de lo legítimo(como defiende, en sustancia, el
positivismo jurídico y político), no solo acarrea consecuencias no Democráticas (cualquier legalidad, incluso la instituida por un tirano, sería legítima), sino consecuencias lógicamente inconsistentes (la “autofundamentación” de lo legal por sí mismo es una fórmula más de
legitimación, no una simple ley o “meta-ley”). Por último, es fácil suponer, dada la distinción que hicimos al principio, que lo simplemente
legal es relativo a la
democracia, y que el ámbito de lo
legítimo lo es a la
Democracia.