Algunos de mis amigos y conocidos quieren percibir un cierto aroma de nuevos tiempos en el ambiente (o, al menos, un olor a putridez del actual estado de cosas, que estaría --dicen-- cercano a su fin). Si nos dejamos llevar por cierto estado de opinión exclusivo de nuestros círculos (reales o virtuales), parece que todo el mundo estuviera descontento, escandalizado y anhelante de una ruptura drástica con "lo que hay". Pero mucho me temo que todo esto es casi puramente ilusorio. Y creo que conviene (si anhelamos, de verdad, esos cambios) ser conscientes de ello.
Toda este difuso "movimiento" de repulsa al "sistema" ha adquirido su impulso a partir de una "crisis" económica. Una crisis que, de entrada, parece estar siendo perfectamente digerida (como tantas otras) por el "sistema". Como se está viendo, la crisis económica afecta fundamentalmente a Europa. Otras zonas del mundo están desarrollándose a mayor o menor velocidad. Más allá de los avatares de la especulación financiera (con su dosis de caos e incertidumbre), lo único que parece ocurrir es que el "capitalismo global" se está reequilibrando. Desde esa lógica (con la que parece estar de acuerdo una inmensa multitud anónima e inexpresiva de ciudadanos), Europa ha de ser, simplemente, más competitiva y, por tanto, crear una masa laboral de bajo coste (bajo la amenaza permanente del paro) y un tejido empresarial mucho más rentable y goloso para los inversores, sin ataduras legislativas ni demasiado lastre fiscal ni social.
Desde un punto de vista social, los cambios van a ser significativos, sí, pero soportables. La crisis va a producir seguramente en Europa una gran masa de proletariado con trabajo más o menos precario y menores salarios, incluso de subsistencia (como ocurre en Asia, o empieza a ocurrir en Alemania o el Reino Unido). La clase media, cuyo bienestar sirvió, antaño, como contención de toda tentación “revolucionaria”, carente ya de esa función (tras la caída del bloque comunista), se reducirá y se verá también notablemente empobrecida. Y no pasará nada. A todo esto contribuirá, quizás, un cierto reequilibrio demográfico (no aumentarán las tasas de natalidad, pero sí descenderá lentamente --y por tanto de manera no alarmante-- la esperanza de vida, debido a la disfuncionalidad de los servicios públicos de salud, el desmantelamiento y privatización de la seguridad social, etc.), amén de un replanteamiento de la educación pública, que estará enfocada, en general, a la formación laboral (la educación superior volverá, también lenta e inadvertidamente, a ser privilegio de las elites), y no a formar masas de ciudadanos críticos.
Dicho lo dicho, el sistema y las instituciones políticas van a mantenerse tal cual, quizás con sucesivos cambios superficiales (al tenor de la opinión pública) y con fases de tecnocracia dura y represiva en los momentos más duros del ajuste económico (tal como ahora, pero peor, aun sin llegar nunca a una innecesaria tiranía explícita). Desde luego, el capitalismo global no va a admitir ningún tipo de brida legal real, cosa que requeriría, además, de instituciones internacionales con un poder fortísimo (incluso militar) y comprometidas realmente con el bien común, todo lo cual no va a ocurrir jamás (entre otras cosas porque haría falta primero aclarar qué es el bien común, idea que nuestra cultura ha despachado como irrelevante e incluso apestada de dogmatismo, etnocentrismo, etc.)
Desde un punto de vista ideológico (y esto es lo peor), el vacío intelectual, moral y político es casi absoluto. No hay, en la actualidad, ninguna perspectiva o “sistema” de ideas y valores alternativo que pueda prender seriamente en una mayoría significativa de la población (ni siquiera entre los jóvenes o entre las clases más desfavorecidas económicamente). Muerto y enterrado el “socialismo real” (y aisladas y corrompidas las “islas” cubana, bolivariana, etc.), no hay más que una vaga red de proyectos “alternativos” que bajo la apariencia, a veces, de cierta coordinación, carecen y carecerán siempre de peso político y social real. A esto contribuye en mucho, no su carácter radical (cuando realmente lo es), sino su naturaleza grupuscular, anarquista y alérgica a toda noción “jerárquica” y “sistémica”, amén de un confuso relativismo moral. De vez en cuando podrían producirse oleadas de movilización más o menos agresivas. Pero no serán secundadas por la mayoría de la población que, desde una óptica moral pragmática y pobre (no educada), preferirán siempre lo “malo conocido” (al fin y al cabo, el nivel de vida europeo tiene aún un amplísimo recorrido de “bajada” sin llegar a extremos de miseria y hambre generalizada, cosa que, de ocurrir, tampoco estoy seguro que produjera más que un conformismo general y un embrutecimiento mayor de la población).
¿Hay entonces alguna esperanza de cambio radical real? Ya me gustaría creer que sí. Pero cuesta mucho imaginarla. Que movimientos de rechazo (como el 15-M u otros, aún más decisivos que puedan darse en el futuro, fruto del descontento general) den lugar a una verdadera revolución social dependería de la institucionalización, en algún grado, de grupos dirigentes, ideológicamente muy bien pertrechados, y de una amplio sector de población intelectualmente preparada para asumir y encauzar con seriedad y constancia dichos cambios (que supondrían modificaciones sustanciales del estilo de vida que ha prendido en Europa desde hace siglos). Por demás, me temo que dicho giro social no sería posible sin el recurso a la violencia (guerras civiles o más globales) y, por tanto, sin un apoyo masivo de masas muy motivadas por líderes demagógicos, promesas redentoras, etc. Muchos rechazarían, con razón, todo esto (entre otras cosas por la deriva totalitaria a que podría dar lugar). La alternativa sería una educación liberadora en valores alternativos comunes que hoy, más allá de grupos muy minoritarios, no existe (y que, si existiera, tendría también que “imponerse” --¿cómo?— sobre la educación o falta de educación estándar y llegar así a la inmensa mayoría de la población). Por cierto que esta alternativa resulta aún más increíble justo hoy, en vísperas de la aprobación, en nuestro país, de leyes educativas que van justo en la dirección opuesta a todo lo que acabamos de decir. En suma, el único camino legítimo (y realmente efectivo) sería el "educativo", pero este parece hoy (¿y cuándo no?) quimérico. Y, desde luego, dado su carácter inicialmente minoritario y sus resultados tan a largo plazo, demasiado vulnerable a los avatares históricos como para asegurarnos nada.
Dicho todo esto, pido perdón por el pesimismo. Ojalá me equivoque en todo (y algún comentarista me ayude a salir del error). Y si no es el caso, me consuela pensar que estar cerca de la verdad, nos guste ésta o no (y supuesto que esto, en alguna medida, lo sea), es la primera condición para empezar a empezar a cambiar algo. Ahí es nada (o algo con lo que seguir, al menos, pensando).