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Decía Oscar Wilde que cuando los dioses quieren castigar a los hombres, les conceden lo que desean. Siempre deseamos lo que no tenemos… Y cuando lo tenemos, ¡qué decepción!... Volvemos a desear otra cosa, ir aún más lejos, siempre, infinitamente, porque, como lloraba el poeta Luis Cernuda, el deseo es “una hoja cuya rama no existe (…), una pregunta cuya respuesta nadie sabe”. Somos el animal insatisfecho, siempre queremos más, porque estamos hechos de barro, pero también de esa sutil materia de los sueños. “Neti, neti”, decían los sabios brahamanes a cada respuesta o acción de sus discípulos, “no es eso, no es eso”. Nunca es exactamente eso lo que de verdad buscamos…
¿Qué nos hace tan disconformes? Sea lo que sea, es eso lo que nos mueve, lo que nos empuja a crecer. El movimiento es el modo que tenemos de ser los que aún no somos, los que aún no somos todo lo que realmente hemos de ser. ¿A qué este anhelo de ser más, de ser otro (y lo mismo) mejor, de buscar lo que nos falta, de comernos el mundo?
Buscar la perfección es saber que nos falta. Eso es fácil (basta mirarse al espejo de la conciencia un par de segundos), pero también es imposible: ¿como nosotros, barro inmundo, burbuja tan frágil, vamos a tener idea de esa perfección que nos falta y buscamos desde nuestro mismo improbable principio?...
Cuando una pregunta no tiene respuesta (o un deseo no tiene cura) lo mejor, siempre, es contar un cuento. Como este.
Cuenta el filósofo Platón que en un banquete de cuento, que celebraron unos nobles amigos en honor de uno de ellos (el más cuentista, pues era poeta), decidieron invertir la gracia y la luz del vino trasegado en hablar del amor. Y cuando fue el turno de Sócrates, éste contó lo que una sabia mujer, Diotima, le contó una vez acerca de lo que contaban del nacimiento de Eros, el dios del Amor. Cuenta este cuento de cuentos, que en un olímpico banquete, en que los dioses celebraban el nacimiento de Afrodita, diosa de la belleza (esa brillante faz con que espejean, aquí abajo, los celestes sueños), salió a tomar el eter, borracho de nectar, Poros, el dios de los recursos, y encontrose allí, en los jardines del palacio de Zeus, a la pobre Penia, diosa de la carestía que, olvidada por todos, vagabundeaba entre los restos del divino festín. Y he aquí que Penia, pobre pero no tonta, se aprovechó de la inconsciencia de Poros y solazándose con él concibió ese día un hijo, al que, por su naturaleza, pusieron de nombre Eros o Amor.
Esto es amor, dice Platón. El hijo de lo Mucho y de lo Poco, de la borrachera del Dios que Todo lo consigue y la mísera inteligencia de la Diosa que Nada tiene, de lo Perfecto olvidado de sí mismo y de la Imperfección consciente de sí. Este hijo, el Amor, heredó por su divino origen, el sueño de lo Uno y lo Completo, y, por parte de madre, la triste rémora de lo Partido y lo Cojo. Y desde entonces hecho cuerpo renquea y brinca por la Tierra atento a cada bella (y afrodisíaca) llamada del Cielo. Este Amor, en la forma de la flecha que nos excita y tensa por dentro, es el Alma que a los hombres nos habita, animándonos a hacer Uno lo que dolorosamente nos parece Dos, apuntando con bizco y tembloroso esfuerzo de arquero a lo que paternalmente nos llama, desde la caverna o valle que vacío habitamos a la vertical llanura de los sueños. Y eso, desde que Platón lo dijo, con luminosa y parecida borrachera a la del dios padre, y la inteligente mentira de las palabras con que su madre lo sedujo, eso es el Amor. Eso somos tú y yo.Y, por eso, ni tu ni yo. Quién lo pensó, lo sabe.