Publicado originalmente por el autor en el Correo de ExtremaduraEn cuanto se hizo público el programa electoral de Podemos, corrí a leer la parte que se refiere a la educación (soy un realista incurable: creo que la educación es lo único que puede cambiar las cosas). Tras la indignación por no encontrar referencias a la ética o la filosofía (soy un racionalista sin remedio: estoy convencido de que la reflexión sobre la justicia es lo único que nos hace justos), tras la indignación, decía, llegó el estupor. A los votantes de Podemos les parecía más conveniente introducir en la enseñanza la materia de “
inteligencia emocional” que la de “
ética”. Y aunque también les parecían convenientes (¡a esos ateos como catedrales!) otras cosas tanto o más pseudorreligiosas o paranormales (como que los profesores tengan que recibir formación psicoanalítica – les juro que es verdad –), esto de la
inteligencia emocional me dejó especialmente patidifuso.
Debe ser por que lo veo y oigo nombrar por todas partes. El interés por la IE (ya tiene sus siglas, por supuesto), como por otras “parasofías” new age (el
coaching, la meditación, el
mindfullness, etc.), no parece distinguir entre clases sociales o ideologías. Las consumen por igual el empresario
yuppie, el moderno liberal o el rojo concienciado. El programa educativo de Ciudadanos, por ejemplo, también da un papel preponderante a la inteligencia emocional (tan de moda en los cursos de formación para empresarios). Hasta en los currículos educativos de la LOMCE aparece este omnipresente y confuso compendio de psicología barata popularizado por Daniel Goleman. En el currículo de Filosofía, por ejemplo, aparece en un tema de cada tres. Los alumnos no tendrán tiempo de degustar los refinados pensamientos de Platón o Wittgenstein, pero, eso sí, tendrán que empaparse el
best seller de Goleman como si les fuera la felicidad en ello. Para que se hagan una idea más completa, por cierto, del nivel cultural de los perpetradores del currículo (y de la bajeza del que los puso a perpetrarlo), les podría recordar los primeros borradores del decreto, según el cual mis alumnos, en el tema de metafísica, tendrían que estudiar y examinarse de “grandes pensadores” como (además de Goleman, claro): Carl Sagan (¡), Isaac Asimov (¡¡), y, pásmense: ¡¡Eduard Punset!! – creo que, al final, por error, citaban también a Nietzsche – .
¿Cómo hemos caído tan bajo? Esta claro que la gente necesita respuestas, orientación moral, una visión coherente e íntegra del mundo que, además, les revele el sentido de su propia vida. Ahora bien: ¿no hay nada mejor que la parapsicología para cubrir esas necesidades? Pues parece que no. Incluso puede ser que haya cosas aún peores, como, entre otras, el fanatismo religioso adoptado por esos jóvenes europeos que se van a Siria a buscar en la yihad el sentido de la vida. Insisto, en fin: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
La historia europea de los últimos cuatro siglos no representa, para nada, el triunfo de la razón, sino más bien su fracaso. Y no por exceso de raciocinio, como creen los más románticos, sino por defecto. La racionalidad moderna es una racionalidad meramente instrumental, confundida con el método científico y restringida, por tanto, al ámbito de lo
descriptivo. ¿Quién establece, entonces, los criterios en el ámbito de lo
prescriptivo, tanto en su lado político como en el moral? En lo político, la razón moderna solo establece un
procedimiento: el del escrutinio de los votos (ninguno mejor que otro). Y, en lo moral, el individuo queda confiado a sus propios criterios subjetivos, a la religión, o, en efecto, a los libros de
autoayuda y la psicología barata.
Hay, por supuesto, otra posibilidad. La filosofía siempre ha sido el saber que, de forma más rigurosa y racional, se ha ocupado de la reflexión sobre la realidad, el sentido de la vida humana, lo justo o lo bueno (la ética, por ejemplo, ha sido el marco tradicional – crítico, plural – de la educación de las emociones). Pero la filosofía está casi totalmente fuera de catálogo. Para parte de las élites culturales no es sino una especulación desmadrada, carente de valor científico (no por defecto de racionalidad, como decíamos, sino por exceso: al filósofo solo le interesa la lógica, le importan un comino los “hechos”). Y para la mayoría de la gente es algo demasiado árido y complejo; sobre todo si, junto a la ética de Aristóteles o de Spinoza, encuentran, en la librería, los amables cuentos de Paulo Coelho. Por supuesto que hay buena filosofía divulgativa, o excelentes diseños de educación filosófica para niños y adolescentes. ¿Pero quién se acuerdo de esto? Dos mil quinientos años de pensamiento son
nada comparados con el
mindfullness. En cualquier caso, la tendencia popular a sustituir la reflexión filosófica por los mitos y la sofistería de los vendedores de felicidad es más o menos habitual, quizás inevitable, sobre todo en épocas de crisis, confusión y relativismo. Ha ocurrido en otras épocas, nada hay de nuevo bajo el sol. Lo que no es tan normal es que estas tendencias populares trasciendan, como ocurre ahora, a los planes de estudio, a los cursos para profesores, o a la formación de políticos y profesionales con responsabilidades publicas. Esto es terrible. La democracia suele ser la tiranía de los sofistas y demagogos. Pero, en su versión menos mala, estos suelen ser de variado pelaje, con lo que se produce, al menos, un cierto equilibrio (de desequilibrios). ¿Estaremos caminando hacia una tiranía más monolítica: la de los
sacerdotes del bienestar psíquico?
Fíjense que, de forma casi inadvertida, nuestra desnortada sociedad ha ido confundiendo los
problemas morales con presuntos
problemas psicológicos, la
virtud con algo parecido a la
salud (con una
conducta saludable, dicen esos nuevos moralistas de sotana blanca que son los terapeutas), y el
vicio con una
enfermedad. Ludopatía, adicción al sexo, a internet, los psicólogos nos salen cada día con una patología nueva, una patología que, por supuesto, solo pueden curar ellos. En lugar de dotar a las personas de las herramientas racionales para cimentar su autonomía moral y su libertad, los nuevos sacerdotes del
Bien(estar) confinan a sus adeptos al papel de pacientes, de pobres enfermos necesitados de ayuda (incluso disfrazada de “auto”- ayuda, para la cual les prescriben los correspondientes manuales y ejercicios). Pues que nadie se engañe: todos estos refritos de refritos extraídos de la psicología más respetable, la filosofía y la religión tienen una inequívoca intención moralizante. La gestalt, el coaching, la IE, las constelaciones familiares, el eneagrama, y mil enfoques o escuelas “parasóficas” más, no son inocentes técnicas terapeúticas o de desarrollo de la
personalidad (antes conocida como el “alma”), sino que, a través de sus simpáticas dinámicas de grupo y sus meditaciones dirigidas, representan verdaderas propuestas morales (como hace, por otra parte, toda otra religión, a través de su liturgia y sus fiestas rituales).
Pues eso. Como la
inteligencia emocional representa toda una propuesta moral, dispongámosla como materia obligatoria en la educación secundaria, sustituyendo así a la
ética que, la pobre, solo plantea preguntas, y que nos pone en la tesitura de tener que pensar por nosotros mismos. En vez de buscar, como filósofos, a “sofía”, mejor entregarnos a la “parasofía”, que se nos da hecha, y parece más sano (como las “parafarmacias”). Por cierto, la palabra “parasofía” me la he inventado. ¿A qué suena bien? Si yo no fuera yo, igual hasta fundaba una nueva escuela de psicoterapia con ese nombre. Tal vez tuviera éxito y me comprara una mansión en Suiza. Al lado de la de Paulo Coelho. Ese gran filósofo. ¿Qué libro de auto-ayuda leería él?