Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
La fe que se tiene en la ciencia parece a veces tan profunda (o inconsciente) como la que se tenía en Dios durante la Edad Media. La gente compra el elixir antiarrugas con nano-liposomas de células madre (sic) como antaño, en el templo, imploraba en latín la resurrección: sin entender nada. La coletilla: “esto está científicamente demostrado” actúa de salvapantallas mental entre un documental y otro (algunos intencionadamente falsos e increíbles, producidos para mostrar el grado de credulidad de los adeptos a la ciencia), hasta que se acaba por oír la voz profética de Eduard Punset anunciando el próximo descubrimiento. ¡Eureka! ¡Aleluya!
Como actitud religiosa que es, el cientificismo de base mantiene un número respetable de dogmas. Uno de ellos consiste en creer que la ciencia es moralmente neutra, y que en ella es posible separar hechos y valores. O medios y fines. El médico, el psicólogo, el pedagogo – dicen – te ofrecen los medios (medicamentos, terapias, técnicas), y eres tú quien decide libremente los fines (cómo vivir o en qué educar a quien corresponda). Pero todo esto es falso. La más simple técnica está cargada de teoría, interpretaciones, valores, intereses y fines de lo más diverso, cuanto más una terapia psicológica o una metodología didáctica. Que la ciencia, a menudo, no sea consciente de esto no le otorga más “asepsia” moral (sino incluso menos).
En otros casos, el cientificista va más lejos, y pretende “neutralizar” todos esos elementos, ideológicos y polémicos (interpretaciones, valores, fines...) reduciéndolos a explicación científica. Tras la moda de los físicos solucionando los problemas metafísicos del mundo, ahora toca la del estudio del cerebro como panacea para los asuntos humanos. Así, no hay semana en que no leamos en el diario que, ¡al fin!, se ha encontrado la explicación neurológica de la conducta moral, o del gusto estético o... del éxito y el fracaso educativo.
Todo esto es un enorme dislate. Ni la metafísica de los físicos suele ser más que mala filosofía, ni el reduccionismo neurológico algo más que un conjunto de falacias. Pretender descubrir criterios morales, o estéticos, o fines educativos, a partir de la observación del cerebro es no empezar, siquiera, a entender el problema. Cuando los neurólogos registran la actividad cerebral relacionada con la conducta moral, o el juicio estético, o la educación, tienen ya resueltos todos los asuntos interesantes. Simplemente parten de lo que una muestra significativa de personas estima que es bueno o bello, o de lo que unos expertos afirman sobre lo que es “aprender”, lo asocian con la actividad cerebral concomitante, y obtienen conclusiones. Pero no resuelven el problema de si esa estimación previa acerca de lo que es bueno, o bello, o sobre lo que es “aprender”, es o no la correcta. La ciencia puede describir lo que pasa en tu cerebro cuando valoras, pero no establecer valores. La confusión entre ambas cosas es falaz.
Un ejemplo reciente de todo esto es la llamada neuroeducación, ciencia en ciernes que, al decir de sus defensores, promete revolucionar la educación. Por lo que se sabe, la neuroeducación propone utilizar los conocimientos sobre el cerebro para hacer más eficaz los procesos de enseñanza y aprendizaje. Pero lo revolucionario se queda en muy poco, pues no se ponen en cuestión ni los modelos ni las metas educativas, sino, tan solo, los medios. Es más, dado que los estudios empíricos en neurología o psicología se hacen a partir de supuestos acerca de lo que debe ser educar y de qué habilidades están relacionadas con el aprendizaje, sus conclusiones implican, sí o sí, una determinada orientación pedagógica, conservadora o más progresista (según quien encargue los estudios), pero ni nueva ni más válida “científicamente” que cualquier otra. La neurología prueba que la emoción influye en la memoria, y el trabajo en equipo en el pensamiento eficaz, pero no nos dice nada acerca de qué tenemos que memorizar o pensar, ni justifica que educar haya de consistir en memorizar o pensar eficazmente (en lugar de, por ejemplo, en comprender o pensar especulativamente).
En suma: los planteamientos científicos en educación (en este caso neurológicos, pero podríamos decir lo mismo de los psicológicos) no pueden ni deben ir más allá de describir el marco de posibilidades de la acción educativa, pero solo una vez que sepamos muy bien que es eso de la educación. Pese a la tentación cientificista de “neutralizar” moralmente su tarea, la pedagogía depende, fundamentalmente, de una consideración filosófica, ética y política acerca de lo que son, pueden y deben ser el ser humano y la sociedad. Solo después de eso tiene sentido hablar sobre educación, y decidir en qué y cómo hay que educar a las personas y a los ciudadanos. Y será al final del todo cuando toque discriminar qué técnicas son más eficaces para lograr todo lo anterior. Únicamente en este último nivel tiene algún sentido hablar de “neuroeducación”. Un nombre, por cierto, muy grandilocuente para lo que ha de ser una simple ciencia auxiliar de la pedagogía aplicada. Casi como lo de los “nano-liposomas de células madre”. Impresiona, pero no hace nada (bueno).