Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
Últimamente, he vuelto a leer y discutir sobre ectogénesis o úteros artificiales, un tema recurrente en el ámbito de la bioética. El problema arranca de la posibilidad, cada vez más cercana, de gestar crías humanas fuera del vientre materno, en dispositivos diseñados para substituir al cuerpo de la madre. ¿Se debe o no se debe dar vía libre a este tipo de tecnología? ¿Es deseable o no contar con esta posibilidad (obviamente, sin forzar a nadie a hacer uso de la misma, y suponiendo que el dispositivo cumple, en efecto, todas las funciones fisiológicas que realiza el vientre materno)?
Una opinión extendida afirma que este artilugio no solo libraría a las mujeres de las molestias y riesgos del embarazo sino que, mucho más, supondría una revolución cultural mil veces mayor que la que provocó a mediados del siglo pasado la generalización de la píldora anticonceptiva. Entre otras cosas – se afirma – , este útero artificial crearía las condiciones para una igualdad plena entre varones y mujeres, y liberaría definitivamente a las madres del "rol" biológico que (frente al “rol” jurídico y moral, generalmente asociado al padre) mantienen en las familias y culturas tradicionales. Todo esto me sonó muy convincente, pero cuando lo he comentado con algunas amigas (la mayoría bastante “progresistas”, por lo general, en asuntos morales) me han mirado con el ceño fruncido y me han contestado que esto de los úteros artificiales es una barbaridad inaceptable. ¿Por qué? – les he preguntado yo—. Y aquí vienen sus razonamientos.
Casi todas afirman que la experiencia del embarazo y el parto es, en general, y pese a molestias y dolores, enormemente enriquecedora. Si les pregunto qué tiene de enriquecedor estar tantos meses en una condición física tan frágil y molesta, por la que han de interrumpir o poner en suspenso su vida normal, y que les aboca a un parto más o menos doloroso, me dicen que todo eso se ve compensado por la gratificación afectiva que supone sentir como su hijo se desarrolla dentro de ellas. Si les pregunto si no sentirían lo mismo (o más aún) viendo y oyendo claramente y cada día al embrión a través del cristal o el plasma de una máquina, me dicen que no es lo mismo “ver” que “sentir por dentro”. Si insisto y les digo que con la máquina – que tendrían en su casa, y llevarían consigo cuando quisieran – podrían hasta tocar a su hijo (mucho más allá de sentir las "patadas" del feto), hablar con él cara a cara, espiar diariamente sus más mínimas reacciones (mucho mejor que con la mejor de las ecografías), jugar con él, etc., vuelven a insistir con el misterioso “no es lo mismo”, y con que el vínculo biológico “vientre-hijo” es incomparable con la relación a través de una máquina. Si les objeto que la máquina permitiría un vínculo compartido y en igualdad de condiciones con su pareja (los dos podrían ver, oír, tocar a cada momento a su hijo, jugar con él, etc.), me dicen que...
Si añado que quizás lo que les molesta es perder el papel protagonista que siempre han tenido las mujeres en la gestación y el parto, me dicen que su identidad y autoestima ya no depende – por fortuna – de ser o no ser madres. Pero si vuelvo a empezar y les recomiendo, entonces, que se piensen mejor lo de la ectogénesis, ellas vuelven a empezar con lo de la "maravillosa experiencia" íntima que es la gestación tradicional... Y si sigo y sigo, la conclusión es a veces esta: "mira – me dicen – esto es difícil de explicar, y de entender, y más aún no siendo una mujer”. Ante tal (y tan hormonal) argumento, no tengo más remedio que callarme. Aunque no por eso lo tenga más claro.
Así que, si hay alguien (independientemente de su sexo) que pueda explicarme qué virtudes o ventajas insuperables tiene el embarazo natural sobre la gestación en un útero artificial, soy todo oidos.