Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo ExtremaduraComienza, de nuevo, el torneo electoral. Con cierto escepticismo y una sombra de hartazgo en las gradas. Así que, por el bien de la democracia, más vale que el espectáculo no decaiga. Digo “espectáculo” con el cinismo justo. Todo el mundo sabe que
las democracias modernas se han transformado, desde hace mucho, en una especie de espectáculo mediático y deportivo, con sus equipos-partidos, sus tensiones en los banquillos, sus encuentros-debates televisados, sus tertulias periodísticas infinitas antes y después de las finales, etc., etc. De hecho, más que de “nuevas elecciones”, deberíamos hablar del “partido de vuelta”, o de la “prórroga”. La gente lo entendería mejor. La gente, por cierto, espera mucho de esta gran final. No se le puede decepcionar.
Y una forma de decepcionarla es hacer trampas y descafeinar el juego. Si algo apasiona a los “espectadores” (llamarlos “pueblo” o “ciudadanos”, a estas alturas, es un poco anacrónico) es el soberano espectáculo de la redención del humilde a través del mérito, la osadía y el riesgo.
El deporte(como antes el circo romano o la fiesta de toros)
escenifica la igualdad democrática, la posibilidad de que el “don nadie” alcance, a fuerza de talento y audacia, el poder y la gloria. Por eso, los espectadores de fútbol se entusiasman ante el equipo
modesto que gana el campeonato. No soportan la idea de que el torneo esté trucado para hacer ganar a los equipos más poderosos. ¡Incluso si son hinchas de esos mismos equipos! El deporte reconcilia (simbólicamente) la contradicción entre la igualdad teórica que preside, como principio decorativo, nuestras democracias, y la desigualdad de hecho que – y de forma creciente – la carcome.
Pues bien, algunos dirigentes de los equipos-partidos más grandes no parecen haber entendido esto. Exhiben con descaro sus trampas, pretenden jugar, sin ningún disimulo, con todas las ventajas. Todo movido por el miedo a un equipo modesto por el que nadie daba un duro y que, ahora, podría incluso “ganar la liga”.
El “todos y como sea contra Podemos” se está haciendo demasiado clamoroso, y eso perjudica, más que beneficiar, a los grandes partidos. El espectador no es del todo estúpido, especialmente cuando le tocan el lado deportivo de la vida. Vetar explícita o implícitamente a Podemos en la televisión pública, llevarlo al banquillo de las portadas de los periódicos por cualquier minucia, exhibir la patética necesidad de buscar en Venezuela (o en Irán, o una obra de títeres) algo para arrojar a los podemitas es...
tan descaradamente tramposo, que el hincha, hasta el del “equipo” grande, se irrita, y con razón.
Tanta trampa mata el espectáculo. Y, por encima de todo, la gente quiere espectáculo, y que, por así decir, “haya partido”. Y el espectáculo no es Rajoy, ni Sánchez, ni Rivera... sino Iglesias.
El espectáculo es que el coletas, el don nadie, el jovenzuelo osado y habilísimo – como reconocen hasta sus más acérrimos enemigos –
pueda ganar a los de siempre, romper con lo que estaba previsto, escenificar, simbólicamente, el espíritu de la democracia y de la ideología liberal– que es, a la vez, la lógica del espectáculo y del deporte – : que cualquiera (¡usted mismo!) si se lo propone y tiene mérito y valor suficientes puede llegar a lo más alto. Ajena a todo esto, la España decimonónica y caciquil insiste en las trampas, en tratar de impedir el partido. Por miedo. Pero también por rabia. Si algo revienta a esta gente no es tanto que los de Podemos sean, más o menos, unos rojos radicales (que no lo son, por cierto, ni por el forro).
Lo inaceptable es que sean unos recién llegados. Que se hayan saltado la cola. Que estén a las puertas del poder sin haber chupado banquillo – o lo que sea – durante años. En la lógica de los caciques esto es un pecado capital. ¡Pero en la lógica del espectáculo deportivo es
lo más de lo más! Y lo único que va a salvar – de momento – a esta triste compañía de cómicos que es el PP (y a los que se le peguen) es que, pese a que vivimos en la sociedad del espectáculo, aún conservamos el miedo ancestral al cacique.
¿Podrá vencer ese miedo al absoluto aburrimiento que generan esos siniestros y casposos cómicos? La gran final, el próximo 26 de junio.