Todos los años por estas fechas (este jueves es el Día Mundial de la Filosofía, establecido por la UNESCO) me pregunto por qué me empeño en enseñar filosofía – soy profe del asunto –. Y también me pregunto por qué habrían de quererlo los demás – cada uno de mis alumnos o cualquier otro ser humano – . Si la filosofía fuera solo una cuestión mía o de unos pocos, como la astronomía o el rugby, no estaría tan claro eso de que se deba enseñar a todo el mundo.
Pero no, no es una cuestión particular ni baladí. Todo lo que hacemos y padecemos es efecto de las ideas que nos bullen por dentro. Seamos o no conscientes de ellas, sean las nuestras o las que, sin querer, tomamos de otros, sean verdaderas o falsas, buenas o malas, justas o no, tenemos la cabeza llena de esas ideas, y todo lo que hacemos, percibimos, sentimos, deseamos y pensamos (sobre el mundo, sobre nosotros, sobre los demás...), absolutamente todo, depende de ellas. Hasta respirar lo hacemos (mecánicamente) porque pensamos que
mola vivir; en otro caso nos pondríamos la soga al cuello y dejaríamos de hacerlo... Sobre todo esto trata nuestra última colaboración en el diario.es Extremadura.
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