La familia está sobrevalorada. Y no es rencor tras el tráfago navideño – ¡lo juro!–, sino una reflexión genérica. ¿Por qué otorgamos una prioridad incondicional al lazo familiar sobre otro tipo de relaciones sociales? ¿No es el vínculo entre amigos – por ejemplo – más libre, racional o desinteresado que el básicamente genético de los parientes?... De otro lado, la familia – esa cosa nostra excluyente y emocional – es, a menudo, una estructura opuesta al interés común que representan la sociedad civil o el Estado (cuando no es – el Estado – más que el órgano de expresión de la oposición entre familias). Por eso, para evitar la corrupción política, el filósofo Platón se propuso eliminar la familia, al menos entre las clases dirigentes. Marx, Engels y parte de sus secuaces no tenían mejor concepto de ella. Para estos, la familia patriarcal – ligada desde antiguo a la propiedad privada y a la dominación de clase y género – era una estructura a erradicar de la sociedad comunista. Más, a pesar de todo esto (o precisamente por ello), la familia sigue siendo hoy algo insuperable. Aún en Occidente, y sin anclaje ya en la reproducción genética o patrimonial, la familia romántica basada, no ya en los hijos o en la herencia (¿qué necesidad de hijos o patrimonio heredable tiene el trabajador moderno?), sino en el mero hábito afectivo y la lealtad sexual (más que en el “amor” – comunicación íntima, complicidad, proyecto común... – que es más cosa de amigos), sigue siendo, al decir de la mayoría, lo primero y más importante.
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