La única y modesta fuente de legitimidad que queda a los estados democráticos es el pequeño acto simbólico –y cuasi mágico– del voto («mágico» en cuanto ritual generador de la ilusión de un efecto real). Esto no quiere decir que el voto carezca de utilidad. El voto sirve, fundamentalmente, para legitimar a los estados democráticos y, a su través –y mientras sea precisa esa mediación–, al orden socio-económico e ideológico que se determina más allá de ellos. El rito del voto sirve, en fin, para legitimar un orden socio-económico e ideológico que, en el fondo, no ha votado nadie. ¿Pero se imaginan que –en justa correspondencia– nadie quisiera participar en la pantomima electoral? Una democracia puede pervivir en condiciones muy precarias, pero no con urnas completamente vacías. ¿Qué hacer para evitar ese riesgo? Una mala solución sería obligar a la gente a votar (como se hace en algunos países). ¿Pero y si se resisten? Hay una estrategia mejor: la de la crispación. Los fabricantes de bulos, que viven de ella, saben muy bien como generarla y aprovecharla. Los políticos profesionales también. La regla principal podría ser: «genera controversia, encona las posiciones, evita todo aquello que contribuya al consenso y al diálogo sensato, y producirás la sensación de que hay una apasionante (o, al menos, apasionada) vida política más acá de las determinaciones (e indeterminaciones) socio económicas internacionales y su administración burocrática e ideológica global».Esto es: crea usted que su voto para evitar el «fascismo» (o la llegada de las «hordas rojas») es poco menos que un acontecimiento histórico, o de que las decorativas políticas simbólicas y sociales de bajo coste que los partidos pueden poner en marcha (y que es, básicamente, lo que los distingue) van a determinar nuestro futuro o el de nuestros hijos. Si son ustedes capaces de creerse tal cosa, todo va como la seda... De esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura.
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