El filósofo de moda, Han, se equivoca. Mucho antes de que triunfara lo que él llama la “estética de lo pulido” (esa que de los edificios transparentes a la depilación integral va asemejándolo todo a una reluciente pantalla de móvil), el gusto hortera por el pelo engominado, el inmaculado salón de las visitas y el tenerlo todo como una patena era ya tendencia mundial entre cuñados y cuñadas, víctimas todos de ese mismo
horror apolíneo a lo vivo del que cubre de cemento plazas y paseos y que, si pudiera, alicataba también el mar y dejaba el Amazonas liso y oliendo a
Mr. Proper. ¿Será todo por esa magnética belleza que dicen que tienen los desiertos? Ni idea. Pero en la imaginación de mis paisanos el paraíso ya no tiene árboles – esos que con sagrados o profanos motivos han adorado todas las culturas – sino una inmensa superficie de hormigón con un parking debajo. Para que los coches – al menos ellos – estén eternamente fresquitos. ¿No es para colgarse? Aunque sea de una farola... Del odio a los árboles va esta última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo
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