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Victoria Camps |
Pocas veces un libro sobre ética alcanza una reedición en poco tiempo. Es el caso de la última obra de Victòrica Camps (
El gobierno de las emociones, Herder). En tiempos de desmoralización, casi resulta una paradoja el éxito de una obra que reivindica, entre otras, la recuperación del sentido de la vergüenza.
Pregunta: No basta conocer el bien, hay que desearlo, no basta conocer el mal, hay que despreciarlo, dice usted en su último libro. El problema consiste en dilucidar qué es el bien y qué es el mal.
Respuesta. El bien es lo que nos atrae y el mal, lo que rechazamos. Lo que ocurre es que las tendencias no siempre coinciden con lo que deberíamos aceptar como bien o rechazar como mal. En la ética se produce una mezcla entre la razón y la emoción. Es importante que haya un filtro racional que nos permita gobernar los deseos y las emociones que, nos llevarían, por sí solas, hacia una distinción entre el bien y el mal excesivamente subjetiva y egoísta.
P. Usted parece situarse claramente frente al dualismo, en el sentido en que
Antonio Damasio critica lo que él llama “el error de Descartes”. Pero Descartes, lo que hizo, fue aplazar las cuestiones éticas porque, decía, dependían del resto del conocimiento.
R. Yo he defendido la tesis cartesiana de una moral provisional, por ejemplo, en
La imaginación ética. En la medida en que no tenemos un conocimiento racional absoluto, la ética se convierte en algo tentativo. Lo que quería mostrar es lo difícil que resulta que haya acción sin las emociones. Porque la ética debe mover e incitar a actuar. De ahí que marque distancia respecto al dualismo, respecto a un racionalismo excesivo que sugería que las emociones molestaban y había que reprimirlas. Ha habido filósofos que no han pensado así y yo intento recuperarlos. Yo entiendo la ética, sobre todo, como formación del carácter. En eso soy muy aristotélica. Y en éste no sólo hay razón, está también la sensibilidad. Formar una personalidad moral es también formar una sensibilidad. No basta con ver el bien racionalmente, hay que desearlo también y rechazar el mal.
P. Alguien podría decir que la definición del bien que este traza coincide con el pensamientos social-demócrata. Defiende usted que hay que pagar impuestos, pero hay pensadores,
Robert Nozick, por ejemplo, que no creen que eso sea algo esencialmente moral.R. No se puede hablar de inmoralidad, porque en esos
casos lo que se privilegia es la justicia, entendida como libertad y no como igualdad. Él cree que todo lo que tiene que ver con el reparto de los bienes no básicos, es moral, pero de una moral no natural. En este sentido, no sería inmoral. Los grandes principios morales deben ser universales. Y lo son, pero porque son abstractos. Las diferencias llegan al tratar de lo concreto. Pero podemos estar de acuerdo en que, defender la justicia sólo como libertad es moral, pero lo es más asociarla a la igualdad.
P. Pero, por esa vía, se ha llegado a decir que los impuestos son un expolio.
R, Se pueden ver como un expolio, pero también se peden percibir como el elemento necesario para redistribuir la renta y, por lo tanto, para lograr más equidad.
P. ¿Por qué es más moral ser igualitario que no serlo?
R. Siempre he creído que en la base de la ética hay una creencia. Por eso ésa es una pregunta que no tiene respuesta. Si rechazamos una ley natural, la que nos dice que ser igualitario forma parte de la naturaleza humana, no hay respuesta. Porque no es más utilitario ser igualitario ni es más eficiente. Lo que ocurre es que creemos que el mundo es mejor con un horizonte de valores que incluyan la igualdad y la libertad.P. ¿Por qué el conocimiento del bien no mejora a las personas?
R. Porque, contra lo que afirmaba Sócrates, (y no soy la primera en refutar la falacia) conocer el bien no implica practicarlo. Eso es un racionalismo excesivo. A veces ocurre lo contrario: conocemos el bien, pero nos apetece más hacer el mal. San Pablo decía que no hacía el bien que quería sino el mal que no quería. Es decir, sólo el conocimiento del bien y del mal no basta. Hace falta el deseo de hacer el bien y un rechazo del mal. Y eso es algo emotivo, sentimental. La parte más animal nos lleva a seguir el deseo. Está claro en los niños, que se inclinan constantemente por satisfacer sus deseos. Para cambiar eso hace falta educación. Eso es el gobierno de las emociones.
P. ¿Eso no reintroduce el dominio de la razón?
R. En efecto. A lo que me opongo es al dualismo excesivo. Lo que yo pretendo es resaltar la importancia de las emociones, pero sin caer en el culto al emocionalismo que hoy domina. Contra la afirmación de que la emoción es siempre buena, que lleva, en educación, a dar prevalencia a la espontaneidad del niño. Como si el niño fuera todo naturaleza y sin maldad. Una idea roussoniana de la naturaleza humana. Yo rechazo ese culto excesivo a las emociones. Bienvenidas, pero deben ser gobernadas, autocontroladas. La moral es coercitiva, represora. La moral es poner límites y, por lo tanto, coerción, aunque entendiéndola como autocoerción.
P. Sugiere usted que la felicidad en soledad no es posible.
R. Es que si hemos de gobernar las emociones es porque no vivimos solos. Robinsón no necesita la ética.P. Hasta que llega Viernes.
R. Ya, pero mientras vive solo no necesita la ética porque no puede hacer daño a nadie. Quizás alguien diría que hace daño a los animales, pero eso sería una derivación. Dejémosla de lado. La ética tiene que ver con los demás.
P. Decía usted que era aristotélica. Quizás tras esa idea de la necesidad de compañía está la afirmación de Aristóteles según la cual no se puede ser feliz si se tiene hambre y frío y se está solo.
R. Sí, pero ésa es una idea de raíz griega, y en la Grecia clásica el individualismo no tenía la fuerza que tiene hoy. La excelencia de la persona, para los griegos, es la política: pensar en los demás, en la comunidad. Eso es lo que debe hacer el hombre libre. Ahora es más difícil pensar en términos colectivos. Hoy la independencia es un valor, el individualismo es un valor.
P. El individuo es autónomo. Pero esa autonomía es también una losa, dice usted.
R. Sí. La autonomía es un valor. Uno de los grandes logros de la modernidad: considerar que el individuo es el centro y pensar desde él. Uno de mis libros se titula
Paradojas del individualismo. Pero, vivir con otros implica límites a nuestra propia libertad. No hemos encontrado el equilibrio entre libertad y convivencia. Y ése es uno de los problemas de las democracias actuales.
P. El objetivo de la ética es la felicidad ¿Qué es la felicidad?
R.
Aristóteles ya decía que no lo sabemos, pero el objetivo es tratar de averiguarlo, aprender a eliminar lo que resulta un inconveniente para ser feliz. Aunque no sepa definir qué es la felicidad. Quizás el florecimiento humano, como criterio. Pero me cuesta concretar, más allá de que se trate de encontrar un equilibrio entre lo que queremos como individuos y lo que necesitamos limitar en nosotros mismos para la convivencia.
P. El político, dice usted, debe tener dos virtudes: la prudencia y la sabiduría. Y sostiene que la primera es, incluso, preferible a la segunda
P. Lo digo al hablar de
Aristóteles para quien estas son virtudes teoréticas, más que morales. La sabiduría no es práctica sino contemplativa. Y la contemplación no puede ser la virtud del político que se ve obligado a actuar. La prudencia, en cambio, es el saber hacer en cada momento lo que hay que hacer. Se trata de un saber práctico que se adquiere sólo con la experiencia.
P. El político se ocupa del interés público que es distinto, dice usted, del interés del mercado.
R. Fácticamente, no es así. Pero debería haber espacio para un interés público, lo que antes llamábamos el bien común. Que no se identificara con el mercado.
P. ¿Eso cómo se logra?
R. Viendo que hay otros factores prioritarios. El interés económico no es el único que hay que perseguir.
P. Hay una larga tradición moderna que identifica el interés económico con la satisfacción de las necesidades.
R. Pero es que hay más. El beneficio está bien como objetivo, pero hay que pensar en como se distribuyen. Y eso no lo hace sólo el mercado. Claro, sin beneficios no hay nada que redistribuir, pero el reparto es más importante que el lucro. Y el reparto no es un objetivo de los mercados. Eso depende de los gobernantes, de un sistema social y político equitativo que llamamos estado del bienestar, que está en peligro pero que, confío, pensamos que no puede desaparecer.
P. Usted defiende el papel de la vergüenza en la moralidad pública y se sorprende de que haya acusados de robo que no se avergüencen de sus actos.
R. Hay que entenderlo bien, porque eso de la moralidad pública puede sonar como algo reaccionario, pero la corrupción muestra una clara falta de civilidad, de sentido de la ciudadanía, de debilidad de la moralidad pública. La corrupción muestra que no hemos interiorizado los principios que deberían guiar la conducta. La nuestra es una sociedad con muchos desvergonzados. Gente que ha perdido la vergüenza. Si no hay una condena judicial, no hay sentimiento de culpa, y esto es subsumir la moral en el derecho. Es como si la ética fuera superflua y el límite sólo fuera el de la ley. La corrupción es ilegal e inmoral. Pero el corrupto no se avergüenza porque no se identifica con la moral. Tampoco con la ley, de ahí que busque evitarla.
P. También puede haber colisión entre la legalidad y la conciencia individual.
R. Sí, pero eso se entiende mejor. Sea porque una ley se considere injusta, sea porque se tienen unas creencias religiosas que rechazan una forma excesivamente liberal de legislar. Hay una ley del aborto y hay quien hace objeción de conciencia. Lo que no entendemos tan bien es la necesidad de interiorizar los valores básicos, estén o no recogidos por la ley, porque no todo se puede regular.
P. ¿Por qué la injusticia es inmoral?
R. La moral está inscrita en la razón, decía Kant. Pero esa respuesta, hoy, no nos sirve porque la razón no nos dice con claridad lo que hay que hacer.
P. Si la razón no funciona, siempre queda el miedo a la sanción.
R. El miedo es un sentimiento triste que nos lleva a no actuar. El miedo nos reprime y nos hace pasivos. Hay que superarlo, pero eso no significa que el miedo sea un elemento inútil. Hay cosas que deben ser temidas. El terrorismo produce rechazo y miedo.
P. ¿No hay una sobreexplotación del miedo por los poderes públicos?
R. Producir miedo en la gente es un recurso habitual para hacer que se desconfíe del otro. Esa sería una manipulación por el miedo.
P. Usted ha escrito que la función de la empresa es obtener beneficios. Es lo mismo que persigue el trilero.
R. Claro. Es una definición que sirve para el empresario, el trilero (aunque éste no obtiene tantos beneficios) y para la mafia.
P. Pero ni el mafioso ni el trilero dicen actuar en nombre del bien común. La cuestión es ¿el beneficio puede ser un criterio moral?
R. No puede ser el único criterio. Aumentar los beneficios es un objetivo que no es condenable, lo que ocurre es que no puede ser un objetivo único, entonces sería un objetivo muy egoísta. La diferencia entre el empresario y el mafioso es que el segundo no repara en los medios. El primero, sí. Bueno, no siempre. Es uno de los problemas de entender el capitalismo como puro incremento de beneficio.
P. Al analizar el comportamiento político en Estados Unidos, usted recoge la asociación entre los demócratas y el racionalismo y los republicanos y la emotividad. ¿Vale para progresistas y conservadores aquí?
R. Western habla de Estados Unidos, pero se lo que dice es extrapolable. Los conservadores suelen hablar de ideales –dios, la familia- que tocan más directamente la fibra emotiva de la gente. Los progresistas son más racionales y se refieren a la equidad, la redistribución, incluso utilizan conceptos negativos, como “carga fiscal”. Así es más difícil convencer.
Francesc Arroyo,
Victoria Camps, contra los desvergonzados (entrevista), Tormenta de ideas, 04/04/2012