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by Santiago Sequeiros |
Los trastornos de la mirada no se reducen a una afección de los ojos. Ojos impecables pueden ofrecer miradas desajustadas. Y resulta decisivo que las miradas sean justas. Bien sabemos lo que ha de hacerse para que, como decimos, el corazón no sienta. Efectivamente es llamativa la capacidad que tenemos para no ver. Y a veces ocurre, bien por exceso de proximidad o de distancia, u otras porque no parecemos dispuestos a permitírnoslo. No solo nos protegemos de ver desviando o distrayendo la mirada. Hay una forma de desatención, de desconsideración, que consiste en no ver porque se carece, además de sensibilidad, del concepto adecuado, incluso a veces se desvirtúa la palabra pertinente. Nietzsche nos recuerda que sin la noción de, por ejemplo, “
elefante”, no veremos elefantes. Algunos dicen no ver por parte alguna que haya personas excluidas.
Efectivamente, los conceptos no sólo describen lo que vemos, nos hacen ver, nos permiten ver. A veces no vemos por falta de teoría o porque ignoramos que ésta nutre, sustenta y se sustenta en la acción. Supongo que tampoco aclara el exceso, ni siquiera de luminosidad. Platón insiste literalmente en que al salir los liberados de la caverna “
los ojos les hacían chiribitas”. Con tanto resplandor y tan poca resistencia a la luz, dado que nada opaco se les opone, no hay modo de ver. Conviene no olvidar que
teoría originariamente significa mirada, un modo de contemplar o de considerar algo. De ahí la importante vinculación. Los trastornos de la mirada lo son de nuestros conceptos y viceversa. Por eso es tan educativo, para ver mejor y más justamente, cuidar y cultivar los conceptos y no desconsiderar la teoría. De lo contrario, uno termina por no ver. Por no ver lo que pasa, a quien pasa, lo que le pasa y lo que nos pasa.
La mirada puede acabar siendo plana o vacía, ya que pierde la capacidad de descubrir diferencias. No es inocente ni nuestra mirada ni lo son nuestras teorías. De hecho, no faltan quienes “deducen” de ellas lo que ven. Y con los mismos mimbres construyen relatos diferentes, traman e intrigan lo que las confirma. De ser así, sólo vemos lo que a nuestro juicio merece la pena verse, que reducimos a lo que nos interesa. Nuestro juicio se limita a nuestro prejuicio. Bien lo dice Saramago en su
Ensayo: “
creo que nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que viendo no ven”. No queremos ver. No sólo es indiferencia, nos recuerda, también es ruindad. No son sólo los ojos, es el pensamiento, es el corazón.
Cerca, bien cerca, se encuentra lo que convendría que viéramos, que contempláramos, que consideráramos. Y esta manera de ver no es pasividad respecto de lo visto, no es un simple mirar, sino un modo de participar y de intervenir. No es equidistancia, sino la adopción de la distancia adecuada para un ver activo. De hecho, cuando los griegos dicen
"theorein" lo entienden como una relación del mirar con lo visto, tanto que sólo se ve porque se tiene que ver con ello. Tener que ver con algo o con alguien es un gesto de reconocimiento, el de correr una suerte común, incluso el de necesitarlo para poder ver bien. Uno solo, si no tuviera que ver en absoluto con lo que ocurre, en cierto modo no lo vería. Ver es también una elección, una decisión, una implicación. No una invención, pero sí una selección. Vemos eligiendo y a veces borrando y tachando, como proceden el recuerdo y el olvido. Y a veces no nos interesa ver porque resultaría comprometido.
En situaciones azarosas y complicadas no es fácil mantener abierta y despierta la mirada. Desconcertados, ni siquiera encontramos con naturalidad la mejor salida. Nos cuesta elegir y conviene no descuidar la mirada. En esos momentos se muestra cuál es nuestro modo de ver. No sólo hay distintos puntos de vista, hay también maneras bien diferentes de contemplar la situación.
Secada la mirada, no pocas veces extinta su dimensión social, ya no necesitamos insensibilidad ante ciertas situaciones, es que ni las consideramos ni las vemos, son paisaje malentendido. Lo que pasó ya ha pasado y lo que pasa ya pasará. Todo se vuelve escenario, entorno, contexto, incluso las personas y sus situaciones, todo es un efecto colateral. Encontramos “normal” determinados comportamientos o situaciones de necesidad, de exclusión, de violencia, de desamparo y de marginación. Convivimos con naturalidad con la miseria y la ignorancia, que atribuimos a la suerte, a la casualidad, al destino, o a la falta de esfuerzo. La mirada se amolda y cómodamente vivimos en la constatación, o bien de que siempre ha sido así, o de que no hay nada que hacer.
Desarrollar la mirada para sostener que hay asuntos intolerables, no sólo para la paciencia, sino también para la justicia, labra una mirada ética, la que es capaz de considerar que nada humano le es ajeno. Incluso en el extremo, el espejo invertido llega a encontrar razonable y conveniente la falta de oportunidad o el abandono, mientras nuestros ojos no se incomodan. Educar la mirada es también una labor de pensamiento, su cultivo permite contemplar la belleza, pero también considerar la justicia.
Ángel Gabilondo,
Trastornos de la mirada, El salto del Ángel, 11/04/2012