Hace ya un tiempo (exactamente el 17 de octubre de 2007) la agencia Efe recogía una noticia, publicada en el semanario serbio Zabavnik, que venía titulada en estos términos: “Un matrimonio en crisis se divorcia al descubrir que eran amantes por Internet”. Tras el titular, la información se desarrollaba así: “Un hombre y una mujer que entablaron contacto por Internet y se enamoraron eran, en la vida real y sin saberlo, pareja. El matrimonio, de la ciudad serbia de Zenica, decidió conocerse después de intercambiar varios mensajes de correo electrónico y de las conversaciones que mantenían en el chat —en las que además se explicaban el uno al otro los problemas que tenían en su matrimonio—. Así […] descubrieron la verdadera identidad del otro [sic]. Inmediatamente decidieron divorciarse”.
La noticia, en el límite mismo de lo inverosímil (Zenica no es que sea Manhattan precisamente), me sorprendió por diversos motivos, que, en último término, podrían resumirse en la frase que me he permitido destacar en cursiva: cuando los amantes descubrieron la verdadera identidad del otro, decidieron separarse. He aquí, por decirlo con la jerga de un lógico medieval, un genuino non sequitur: de la revelación del engaño se podía haber desprendido, incluso con mucha más razón, una esplendorosa reconciliación, al caer ambos en la cuenta de que su pareja real poseía cualidades y rasgos seductores que en modo alguno suponían, pero que, en cambio, estaban dispuestos a atribuir a la persona a la que solo conocían a través del ordenador.
Claro que si la noticia hubiera sido redactada de otra manera, algo más desaliñada, y en lugar de lo que finalmente aparecía publicado se hubiera podido leer algo así como “cuando los amantes descubrieron su auténtica identidad…”, la ambigüedad de la frase (del pronombre su, en realidad) hubiera resultado, desde otra perspectiva, reveladora. En efecto, el encuentro de los dos amantes hasta ese momento virtuales, la confrontación no de una imagen con otra, como sucedía mientras la comunicación transcurría en Internet, sino de la realidad del uno con la realidad del otro, habría hecho saltar por los aires un doble engaño: el que cada uno de ellos había mantenido hasta ese momento con su pareja en la vida real (y que, por añadidura, precisamente porque ambos habían sido engañadores, no le dejaba a ninguno de los dos el dulce consuelo de poder sentirse víctima inocente de un daño injusto), pero, tal vez sobre todo, el engaño consigo mismo respecto a su propia identidad.
Quizá entonces la genuina razón del divorcio, lo que haría que la decisión de la ruptura pudiera resultar mucho más coherente de lo que parecía a primera vista, fuera precisamente la imposibilidad de perseverar en la mentira, en la ficción del propio yo que tanto él como ella habían mantenido ante el otro mientras creían que ese otro se la podría creer, esto es, mientras la comunicación era meramente electrónica, pero que ahora, puestas boca arriba las cartas, se mostraba de todo punto insostenible.
No pretendo aludir, aunque pueda parecerlo, a un engaño deliberado, malintencionado o al servicio de intereses poco confesables. Es más, probablemente el yo que cada uno de ellos se había inventado a la medida de su interlocutor cuando éste apenas superaba el estatuto ontológico de imaginario fuera el yo que realmente deseaba, con el que soñaba, en el que le hubiera gustado algún día poder transformarse. Pero, siguiendo con la hipótesis, al encontrarse con la dura evidencia de que su antiguo amante virtual, devenido ahora real, ya no estaba dispuesto a creerle, ya no iba a confiar en esa supuesta identidad alternativa que le estaba ofreciendo (en ese nuevo yo que le estaba prometiendo), decidió abandonar. No como el que da el portazo y emprende, aliviado y con renovados bríos, otra vida más estimulante, sino como el que se retira, triste y fracasado, a la sombría contabilidad de los días que le quedan.
Manuel Cruz, Parábola de los amantes divorciados, Babelia. El País, 02/03/2013