Cuando los clásicos aludían a la idea de maldición, de alguna manera (aunque no sólo, evidentemente: la maldición también podía ser vista como el efecto de la negatividad de un otro que nos la echaba) se referían a la percepción, que en determinadas circunstancias invadía a los sujetos, de ser impotentes frente a sí msmos. Trasladando la cosa al lenguaje de la modernidad filosófica, podríamos decir que se trataba de la percepción de la debilidad o, si se prefiere, de la insuficiente fortaleza de la conciencia. El resultado de experimentarla era la aparente evidencia de que los individuos no son todo lo sujetos o protagonistas de sí que desearían, el gran caer en la cuenta, por decirlo a la manera de Ortega, de que su soberania és, como poco, limitada.
(...) En cierto modo, incluso podríamos llegar a afrimar que las nuevas metáforas cumplen, mejor que las precedentes, la función de convertir en impensable (y, en consecuencia, imposible) la idea misma de la transformación de lo existente. Porque si, en efecto, se ha volatilizado el referente antagónico al que endosarle la responsabilidad de nuestros males -y, en la misma medida, ante el que reafirmarse-, si la conversión del individuo en sujeto de rendimiento, libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar o incluso lo explote, en lo que desemboca es en una autoexplotación que maximiza el rendimiento más allá de los límites que alcanzaba el más eficaz paradigma coactivo, disciplinario (porque cada uno de nosotros cumple al mismo tiempo la función de prisionero y de celador, de víctima y verdugo), entonces nos encontramos en un auténtico callejón sin salida, que acaso alguien se atrevería a calificar, no sin parte de razón, como definitivo final de partida.
(...) El gesto por el que el individuo asume la condición de empresario de su propia vida implica, por su parte, la aceptación de una lógica que, en último término, sólo puede acabar volviéndose contra él. Sin vuelta atrás: al que acepta competir en una carrera no se le permite que impugne las reglas de la competición porque ha llegado el último. No le queda más opción que la del abandono, la disolución de su propio yo o, si no se atreve, su mantenimiento en la condición residual de un yo fracasado y avergonzado (pecisamente por su fracaso).
Manuel Cruz, ¿De verdad nos hemos quedado sin futuro?, Claves de razón práctica, nº 227, Marzo-Abril 2013